domingo, 19 de diciembre de 2021

Pactos parasociales: de la cuántica a la relatividad

Resumo aquí el trabajo que he publicado en la Revista del CEF, “Validez y eficacia de los pactos parasociales: un enfoque sistemático”, aunque con un tono más desenfadado y aclarando alguna cosa. En este mi otro Blog sobre lo divino y lo humano, hago esto mismo, pero añadiendo argumentos basados en la teoría de grupos (lo cual, en realidad, no es más que decir: explicando cómo funcionan las analogías que he empleado, si bien con una terminología más rumbosa).  Y es que, en efecto, el hilo conductor del artículo es la analogía con el Derecho Civil (Contractual y Patrimonial), si bien la argumentación tiene un paso previo, que es darle su justa intervención a un principio, el de relatividad de los contratos (art. 1257 I CC), del que a veces se hace un uso, en mi opinión, desmesurado. 

En particular, me apoyo mucho, sobre todo en este resumen y a menudo para discrepar de las opiniones del profesor Paz-Ares y también del profesor Alfaro, si bien lo hago desde el respeto y admiración y de hecho me lo permito sólo porque juego con la ventaja de apoyarme en sus hombros, ¡sin duda -como dijo Newton- de gigantes! 

El paradigma del profesor Paz-Ares: una cuestión no discreta sino gradual

En un primer momento se dijo: esos pactos “reservados”, los parasociales, son nulos (cfr. art. 6 de la vieja LSA). Frente a ello, Paz-Ares apuntó aquí que la materia no es una cuestión “discreta”, sino “de grado”, en cuanto “no reclama una respuesta tajante: sí o no, todo o nada”, sino que depende de un juicio caso por caso sobre si el pacto relevante pasa el test de validez oportuno. ¿Y cuál es éste? También se dijo: lo son las numerosas normas imperativas del Derecho societario. Y de nuevo esto lo ha combatido con éxito Paz-Ares: las disposiciones societarias tienen su razón de ser en la seguridad del tráfico (son paquetes estándar que permiten a los adquirentes de acciones o participaciones comprar con agilidad, sabiendo que no les vincularán reglas sorpresivas, que no era dable esperar para el tipo social en el que ingresan) y, por eso, su ámbito de aplicación son los estatutos sociales (que constituyen, en efecto, una suerte de norma que vincula a los terceros adquirentes) y no los pactos parasociales (que, como manda el art. 1257 I CC y recuerda el 29 LSC, solo vinculan a sus firmantes, no a los demás socios, ni a la sociedad, ni a ningún tercero). Descartado que el parámetro de validez de los pactos parasociales venga constituido por esas normas “tipológicas”, Paz-Ares apunta que aquel se cifra, exclusivamente, en lo que denomina reglas “sustantivas”: los límites a la autonomía de la voluntad del art. 1255 CC, que identifica con “valores fundamentales del ordenamiento privado”, como los que prohíben la usura o vedan excluir la responsabilidad por dolo.

So far, so good, básicamente, salvo por unas discrepancias terminológicas, que están ligadas a una cuestión de fondo.

La primera matización es menos trascendente, solo de selección del término adecuado. “Discreto” significa en puridad “separado”, como opuesto de lo “continuo”. En física se dice así que hay magnitudes continuas, porque admiten todos los valores (de forma que un valor siempre se puede acercar más y más al contiguo) y otras discretas, porque avanzan a saltos o por escalones (como la energía que puede absorber un átomo, que es un quantum mínimo o múltiplos del mismo). Yo diría más bien que la cuestión no admite una solución “maximalista”.

En cuanto a que la respuesta sea “gradual”, con ello parece que se quiere remachar que el pacto parasocial solo debe cumplir las normas de “más alto grado”, las fundamentales del ordenamiento, que etiqueta Paz-Ares como “sustantivas”. A esto se suele añadir que estos pactos instituyen una sociedad interna entre sus firmantes, por lo que deben respetar también las normas imperativas de la sociedad civil, si es que hay alguna (más allá de la prohibición del pacto leonino ex art. 1691 CC). Esto ya me preocupa más, pues viene a suponer que el Derecho societario hace un ostensible mutis por el foro como parámetro de validez,  aprovechando lo cual parece que el art. 1257 I CC se convierta en panacea de todos los problemas. En este sentido, normalmente se invoca ese precepto para consentir la eficacia ad intra del pacto parasocial, pero negarle todo efecto ad extra. Ello salvo en un caso particular, en el que Paz-Ares (vid. aquí) ataja la eficacia interna estos acuerdos (propone su nulidad) por una supuesta violación del art. 1257 I CC: estima que los pactos que consisten en instrucciones a los administradores son nulos per se, con independencia de su contenido, precisamente porque de alguna forma (el símil es mío) secuestran al piloto de la nave social, convirtiéndose en vinculantes para la sociedad; este proceder solo sería legítimo si tal influencia se produjera a través del cauce “oficial” que contemplaría el propio contrato social, que serían las instrucciones dimanantes de la Junta general ex art. 161 LSC. Con ello concuerda aquí Alfaro.

Paradigma alternativo: una cuestión relativa

El paradigma alternativo que propongo exige, antes de nada y siguiendo en cierto modo a IHERING, distinguir entre los efectos obligacionales y los efectos de facto del contrato. El art. 1257 I CC solo se refiere a los primeros y dice una obviedad, que -eso sí- es inexorable: la voluntad de las partes puede crear una ley allí donde no existía antes y con amplia libertad, si bien solo entre las partes que manifiestan esa voluntad. En eso consiste el carácter de negocio jurídico que tiene el contrato. Pero éste es también un hecho jurídico y como tal proyecta su sombra sobre terceros, ya sea de forma deliberada  o accidental. A partir de aquí, si esa influencia fáctica se debe o no tolerar es una cuestión que corresponde a la Ley valorar, sin ningún prejuicio automático ni a favor ni en contra. El legislador debe ponderar los derechos e intereses de las partes en conflicto y decidir si protege o erradica tales inmisiones “contractuales”, que no dejan de ser al fin y al cabo una modalidad de inmisiones “materiales”. De este modo, a veces el tercero tendrá que aguantarse y tragar ese humo jurídico; en otras bastará con reconocer que no tiene obligación de respirarlo; en su caso, puede reputarse ilegal la inmisión, pero la controversia se resolverá con una reparación económica; por fin, en los casos más graves se querrá cegar la fuente de las inmisiones, declarando la nulidad del contrato del que emanan. Naturalmente, este juicio es siempre “sustantivo”, aunque por supuesto pueda haber reglas procedimentales que tratan de asegurar un resultado justo en cuanto al fondo.

Aplicando esto al pacto parasocial, resulta que estamos ante un acuerdo cuyo objetivo es precisamente influir en el contrato social. Es un pacto ”para-lo-social”, uno que busca desplegar su eficacia empírica sobre las relaciones societarias. Pero esto no es de antemano ni bueno ni malo. Habrá que hacer una ponderación entre el interés de las partes y los distintos bienes jurídicos en juego.

Así las cosas, yo diría que la cuestión de la validez de los pactos parasociales, más que “gradual”, es -a la Einstein- “relativa”. El parámetro de validez cambia en función de qué sujeto mide y de la entidad del bien jurídico que esgrime: si pertenece a los propios socios firmantes del pacto, si es de socios terceros (presentes o futuros), si el dueño son otros stakeholders o lo es la propia sociedad. Como se puede apreciar, de esta forma hemos ampliado radicalmente el parámetro de validez: lo que llamaba Paz-Ares los valores fundamentales del ordenamiento es solo el conjunto de normas que protegen al firmante del pacto contra sí mismo, porque éste se autoinflige un daño que (muy excepcionalmente, por respeto de la autonomía de la voluntad) la comunidad juzga inicuo e intolerable; pero hay otras pautas de valoración, en las que el Derecho societario, con uno u otro rol, recobra protagonismo. Veámoslas:

·         Daño inicuo a los bienes de las propias partes: Aquí también juega la idea de la influencia de un contrato sobre otro, pero de una forma que, de tan básica, puede pasar desapercibida. Para juzgar la validez de un pacto parasocial, no solo hay que medir cómo “cae” lo pactado en las relaciones internas entre los socios firmantes, sino cómo aterriza ese acuerdo en el lugar donde busca su impacto, esto es, en la casa societaria y en la habitación que ocupa el socio (en su estatus como socio). No significa esto, en efecto, que el pacto parasocial deba respetar al pie de la letra los derechos societarios, porque estos están redactados pensando en lo que dañaría al tercero adquirente de acciones o participaciones; pero tales derechos sí avisan sobre lo que le quita aire al socio, solo hay que leerlos en clave de lo que le asfixia. Verbigracia, un pacto parasocial de lock-up en una SRL puede superar el límite de 5 años que establece el art. 108 LSC, que solo juega para los estatutos sociales; pero el pacto más allá de un período “razonable” es nulo y no solo (como la prohibición de disponer) ad extra, sino también ad intra, precisamente por lo que representa ese encierro dentro de la estructura societaria, atendido también por supuesto el tipo social del que hablemos e incluso el entorno de los estatutos sociales concretos. Obsérvese que esto no cambia el parámetro de validez, que sigue siendo el Derecho obligacional, sino que se trata de un regreso a la escena del Derecho societario as a matter of fact.

 ·         Daño a los bienes de otros socios: De la misma forma que si yo me alío con otro para ocupar una casa ajena, ese pacto es nulo por tener causa ilícita, lo es también el pacto entre dos socios para violar derechos societarios de otros socios o para utilizar los bienes sociales de forma contraria al bien común. En este sentido, el Derecho societario reaparece en escena no ya como el decorado en el que juega el parámetro de validez, sino como el propio parámetro: aquí el pecado no es que los firmantes del pacto se autoasfixien, sino que de facto, al ejecutarlo, limen de cualquier modo el estatus que tienen reconocidos los socios con arreglo a la Ley y los estatutos y, donde no llegan ni la una ni otros, el concepto jurídico indeterminado de interés social. Cuestión distinta es que la ciencia de determinar qué es ese interés, y sobre todo hacerlo ex ante, tiene sus limitaciones, de forma que el concepto muestra una zona de sombra (lo que claramente lo vulnera), otra de luz (lo que lo respeta) y una amplia de penumbra. Pues bien, dentro de la penumbra, en ese rango de “indiferentes jurídicos”, quien tiene la legitimidad para elegir es el socio o socios coaligados que más han invertido en el capital. Nadie discute que esto es así cuando el acto en el que se plasma la política elegida sea competencia de la Junta general. Pero hete aquí que, para muchos autores (señaladamente, como decía, Paz-Ares y Alfaro), las cosas cambian cuando decide el órgano de administración, pues entonces el socio se toparía con el obstáculo de un técnico con derecho a ejercer su propio juicio y al que el socio podría intentar camelar, pero no instruir ni sancionar. En concreto, en este otro artículo Paz-Ares propone que el administrador tiene con su dominus una “obligación natural”, como las que tenían los señores de antes con sus concubinas: si el señor (aquí el administrador) hace el regalo de atender instrucciones, bien hecho está, pero la dama (aquí el dominus) no tendría acción para reclamarlo…

Como nominee director que soy de algunas sociedades, no me veo diciéndole a mi empleador que nuestra relación se ajusta a ese modelo tan deslucido para él… Lo que yo mantengo es que, por supuesto, un pacto puede ser ignorado y un administrador puede desobedecer a su dominus, sin miedo a represalias, cuando la vinculación pincha en el hueso del core del interés social (la zona de sombra). Incluso podemos admitir que, en la zona de progresivo tránsito entre sombra y penumbra, prevalece el juicio del administrador. También que el firmante de un pacto tiene derecho a liberarse de sus grilletes contractuales cuando las circunstancias presentes en el momento de la decisión han cambiado. Pero, a falta de ello, pacta sunt servanda y a los jefes hay que obedecerles, so pena de sanciones.

Para justificarlo, sugiero la analogía de la guinda sin pastel: si un acto se califica por la Ley como expolio, el perjudicado tiene derecho a reivindicar la cosa y exigir reparación (esto es el pastel); además podrá aducir la nulidad por causa ilícita de ese “contrato hecho en daño de tercero” (esto es la guinda); pero lo que no tiene sentido es una guinda sin pastel, esto es, que algo se “pueda hacer”, pero no se pueda “pactar o instruir hacer”. El equivalente societario del pastel sería que los actos hechos por el administrador obedeciendo a su dominus fueran impugnables y/o generaran su responsabilidad, pese a encajar en el interés social. Parece claro que no es así cuando los socios que instruyen no tienen un interés personal en la materia: en este caso lo hecho por el administrador obediente es intangible y no hay nada de lo que responder. ¿Quid si aquel socio o socios tiene un interés personal en la cuestión debatida, pero demuestran que a la postre aquél es compatible con el beneficio social? Habrá en efecto pastel (impugnación y responsabilidad), sin ni siquiera entrar a valorar la bondad sustantiva del acto, si vota el socio mientras nubla sus ojos un interés “egoísta” (190.1 LSC) o vota el administrador cegado por un interés “privado” (228.c LSC), propio o de su socio (cfr. el nuevo 231.1.e LSC), que nada tiene que ver con una visión sobre la política empresarial adecuada. Pero si el interés personal es de este último tipo (yo lo llamo “ideológico-empresarial”), la regla -tanto en la Junta como en el órgano de administración- debe ser la de inversión de la carga de la prueba (a efectos de impugnación del acuerdo y de responsabilidad), no la abstención que frustra el ejercicio por el socio/s mayoritario/s de su legítimo derecho a gobernar la compañía. La LSC sigue básicamente este esquema, para el voto en JG (190.3 LSC). Para el voto del administrador, el art. 231 bis.2 LSC, introducido por la Ley 5/2021, adopta en efecto la solución que propongo (y que por cierto propugnaba también aquí el propio Paz-Ares), pero solo cuando el conflicto es con la sociedad dominante u otra del mismo grupo. ¿Y si el socio dominante es una persona física? ¿Y si el socio no es dominante sino minoritario, mas su interés es análogo al del grupo? Inclinarse por la interpretación a contrario y no la analógica exigiría (cfr. aquí) presumir que el legislador todo lo entiende y todo lo prevé, lo cual sería demasiado indulgente en los tiempos que corren...

De hecho, Paz-Ares admite este esquema de “ir a lo sustantivo”, aunque lo empaña de dos formas. Una es un intento de borrar del mapa el pacto parasocial referido al administrador, merced a aquella invocación del art. 1257 I CC que ya comenté. Pero lo que existe aquí no es una influencia del contrato como negocio (que es el ámbito de aplicación de dicho precepto), sino como hecho. Otra cosa es que sea una influencia muy intensa. Pero, intensa o no, su admisibilidad o no depende de consideraciones de fondo. Sentado lo anterior, yo no tendría inconveniente en que me dijeran: pacten ustedes lo que quieran, pero no lo hagan valer con medios ilícitos. Esto es la segunda arma del profesor. Viene a decir: si un socio o socios quieren imponer una política de gestión por el órgano de administración, que lo hagan con luz y taquígrafos a través de la Junta ex art. 161 LSC. El problema es que ese concreto requisito no está en la Ley (la cual permite las instrucciones vía Junta, pero no las prohíbe fuera de ella), ni debería estarlo, porque la Junta como órgano asambleario y de reunión esporádica no es apta para esta tarea. (Aparte de que no sé cómo resuelve este criterio el derecho del minoritario a hacer valer su criterio cuando el juego de las mayorías aplicables en el Consejo le permita ejercer un veto.)  El verdadero “cauce procedimental oficial” para que los socios influyan en la gestión es el que cabía esperar: consiste en pagar el coste pertinente (en forma de precio del capital y en su caso de indemnizaciones a los administradores a sustituir) para así ganar el poder político con el que hacer prosperar la política de gestión que juzga uno más eficiente. Sobre esto sugiero en el artículo, con cita de doctrina anglosajona, otra amena analogía entre el administrador y una prima donna, a la que pagando más traemos a nuestro teatro, tema este que resuelvo mediante una liability rule y no una property rule, siempre que se haya prefijado (como sucede en nuestro caso y no por casualidad) una carta de libertad o precio tasado.

·         Daños a los bienes de acreedores y otros stakeholders: Forma parte del estatuto civil de todo deudor el no jugar con su patrimonio haciendo trampas, ya sea en términos de salidas o entrada, lo que se combate mediante las acciones pauliana y subrogatoria, respectivamente. La peculiaridad de la sociedad de capital reside en que responde de forma limitada a sus bienes, lo que justifica que el estatuto de una sociedad como deudora sea más exigente, ya que se prohíben actos dañinos para el patrimonio social, en la medida en que frustren los derechos de terceros. Derechos que son ciertamente societarios y se protegen con remedios también societarios. Por ejemplo, si en una joint venture mutualista los socios deciden operar a pérdida, los acreedores podrán ejercer acciones de impugnación de acuerdos y de responsabilidad. Y si deciden actuar a beneficio cero, de forma que se recortan los ingresos sociales en beneficio de socios que no tributan en el país, será Hacienda quien podrá reaccionar, con base en instrumentos que no están en la LSC, pero no dejan de ser (a la postre) “societarios”. En ambos casos, como guinda, del pacto se podrán desligar sus partes y de las instrucciones separarse los administradores, aduciendo que estas vinculaciones contradicen, en un sentido amplio, el Derecho societario.

·         Daño a los bienes de la propia sociedad: Aquí hay que distinguir entre el interés de ésta como organización burocrática y su interés material como trasunto de los socios. Respecto del burocrático, si hablamos de cesión de derechos económicos, la referencia civil es la cesión de créditos. A este respecto, señalo que el mutatis mutandi debe tener en cuenta que la Ley parece querer hacerle a la sociedad la vida más sencilla que a un deudor ordinario, ahorrándole la carga de relacionarse con terceros cuando la cesión es anticipada (salvo en el caso de usufructo de acciones o participaciones), si bien pongo de manifiesto que esto no guarda relación con el 1257 CC, como prueba el hecho de que en otros ordenamientos la regla es diversa. Creo que esto es una better explanation que decir que solo el derecho de crédito presente es transmisible porque aquí el socio actúa como “tercero frente a la sociedad”, lo cual tiene consecuencias prácticas que detallo en el artículo. En cuanto al interés material, es obvio que la sociedad, por mucho que estampe su firma en el pacto parasocial, no puede aceptar el fettering of its statutory powers, convirtiendo un pacto no ominilateral en estatuto social de facto, sin cumplir los requisitos procedimentales y sustantivos establecidos al efecto, y dañando de este modo los derechos de los socios no firmantes.

La eficacia societaria de los pactos parasociales omnilaterales

Este es el tema final del artículo y fluye un poco como consecuencia d elos razonamientos anteriores. Sobre esto sí coincido básicamente con la opinión de Paz-Ares (vid. aquí), aunque también es verdad que el paradigma que propongo fortalece y amplía el alcance de la solución.

Se trata de afirmar que un pacto “parasocial” de todos los socios (omnilateral) puede ser protegido, cuando se infringe, mediante remedios “societarios”, como pueda ser la impugnación del acuerdo social en el que se plasma la infracción o incluso (a esto, sin embargo, no llega Paz-Ares) la mismísima disolución total o parcial (separación o exclusión de un socio) de la sociedad. Ello en discrepancia con nuestro TS, quien puede haber aceptado ese enforcement societario en casos concretos, pero rechaza que esta solución valga por sistema, con el argumento de que esto sería dar a lo “parasocial”, por muy omnilateral que sea, la tan temida eficacia “societaria” o erga societatem, con supuesta violación del 1257 I CC. Y ello también en discrepancia con otro sector doctrinal (vid. aquí in fine), que razona así:  podemos conceder dicho enforcement al pacto de todos los socios, pero entonces este a menudo “morirá de éxito”, ya que se convierte en un estatuto social de facto y debe, por ende, respetar las normas aplicables a los estatutos sociales, ¡lo que puede desembocar en su nulidad!

Frente a ello, Paz-Ares explica muy bien que no tiene sentido poner como obstáculo el art. 1257 CC, si se cumplen dos condiciones. En lo subjetivo, la lista de firmantes del pacto parasocial se superpone exactamente con la lista de socios, de modo que no se puede decir que (en términos materiales) la sociedad sea un tercero. En lo objetivo, mediante el enforcement societario no estamos haciendo nada que no se pueda conseguir instando el cumplimiento del contrato mediante mecanismos obligacionales, pues en verdad la LEC y los tribunales admiten el cumplimiento directo (el Juez puede sustituir el voto del contratante rebelde) y la acción de remoción (ordenar que se dicte un nuevo acuerdo que deshaga lo hecho por el infractor), mas lo primero suele llegar tarde y lo segundo representaría para la parte in bonis un calvario innecesario. En cuanto al argumento de que así transformamos el pacto en estatuto social y deberíamos atenernos a sus límites, Paz-Ares también lo destruye mediante una analogía con la letra de cambio: eso será si en efecto el pacto “circula” de modo abstracto, pero cuando la controversia se plantea entre las partes de y por causas que ampara la relación subyacente, se aplica ésta.

Y es que, en efecto, sucede que, en una sociedad donde todos los socios firman un pacto parasocial, conviven una estructura actual y otra potencial, ambas societarias. La estructura actual es la que representa el pacto, la potencial es la que se plasma en los estatutos sociales que se inscriben en el Registro Mercantil y están ahí “de guardia” o en stand-by, por si en algún momento entrara en el capital un nuevo socio que no suscribiera dicho pacto. Ahora bien, mientras esto no suceda, el único estatuto social es el que representa este último, el cual debe ser aplicado para la resolución de cualquier controversia entre sus firmantes. Si en un arrendamiento de local, se prohíbe el uso para hostelería y el arrendatario pone un bar, el arrendador dispondrá de una acción de cumplimiento específico para detener la actividad prohibida; si en un contrato entre todos los socios, se estipula que la sociedad puede vender patatas pero no tomates, el acuerdo social que amplía indebidamente el objeto social será impugnable. En el arrendamiento no dejamos de aplicar aquel remedio solo porque, si la cosa hubiera sido vendida al arrendatario, la imposición de una limitación del dominio chocaría con el régimen más rígido, menos configurable, de la propiedad; en el contrato social no dejamos de anular el acuerdo, por el motivo que establece el pacto, solo porque si hubiera entrado un tercero en el capital la impugnación debería incardinarse en las causas legales y estatutarias de impugnación.

Lo que no entendía, sin embargo, es por qué no acepta Paz-Ares como modo de enforcement societario la disolución total o parcial. He dado en pensar que a la postre él compara la estructura del pacto parasocial con la societaria. Para mí esto no tiene sentido desde el momento en que aceptamos que, en tanto se mantenga la omnilateralidad, el auténtico estatuto social y el único que rige es el pacto omnilateral. La comparación debe entonces hacerse entre ese estatuto y los contratos ordinarios, o sea, los de intercambio de prestaciones. A estos efectos, el primer paso es comprobar si hay una regla o clave que permita  traducir todos los elementos de una estructura para hallar sus equivalentes en la otra. Esta regla existe y es clara: aquí las partes no se intercambian bienes y se olvidan uno del otro, sino que continúan ligados en la búsqueda de un interés común, para cuya definición se establecen unos órganos colectivos de decisión; quiere esto decir que el traductor es: “allá donde vea usted un compromiso de intercambio (o la regla que mide su validez o la que sanciona su infracción), lea usted uno relativo a cómo se da uso a ese patrimonio común y con arreglo a qué directrices formales y materiales funcionan los órganos que lo deciden (o aplique un parámetro de validez que sea coherente con ese objeto)”. 

Naturalmente, ayuda el hecho de que nosotros hayamos aceptado previamente que el pacto parasocial no está exento de todo juicio de validez societario. Este pacto solo se escapa de cumplir las normas cuyo sentido es la protección -en aras de la seguridad del tráfico- de hipotéticos socios terceros, que aquí no existen. Pero, comoquiera que el pacto sí puede proyectar su sombra fáctica sobre el andamiaje societario, le hemos exigido que no estreche sus paredes asfixiando al socio; de igual modo, le hemos pedido que no lime un ápice los derechos, asimismo societarios, de acreedores y otros stakeholders. Garantizado así que el pacto merece todos los parabienes del Derecho societario, resulta más sencillo detectar cuáles son los incumplimientos societarios y aplicar asimismo los remedios societarios

Así las cosas, no veo motivo alguno para dejar fuera, huérfano de correspondencia en el ámbito societario, el remedio de resolución, que aquí (una vez aplicada la regla de tránsito) se traduce en poner punto final a la colaboración, ya sea para todos (disolución) o para la parte in bonis (separación) o para la parte in malis (exclusión). 

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