jueves, 1 de octubre de 2020

Átame: arrendamiento de de locales de negocio y cierre por coronavirus



Ahora que la segunda ola del coronavirus arrecia y los cierres imperativos de locales de negocio vuelven a ser una amenaza real, no está de más retomar la polémica (interesantísima) sobre cuál es el impacto de dichas medidas sobre los contratos de arrendamiento de locales de negocio. La materia mereció la atención del legislador, quien mediante el RDL 15/2020 vino a establecer lo siguiente: a ciertos arrendatarios vulnerables (PYMES y autónomos que cumplieran determinadas condiciones) les concedió un beneficio (moratoria en los pagos, por determinado plazo), siendo obligada su aceptación para arrendadores cualificados (grandes tenedores), mientras que para los no cualificados la cosa no quedaba tan clara (aunque lo razonable parecía sostener que debían aceptarla, quedando el plazo en el aire). Todo ello “en línea” -según declaraba la Exposición de Motivos- con la cláusula rebus sic stantibus. Ello ha generado un debate entre civilistas, que pueden seguir en estos sitios: aquí, aquí, aquí o aquí; también aquí por la parte procesal.

Mi intención es hacer algo de brainstorming al respecto, no pretendo sentar cátedra llegando después de plumas tan ilustres (dos de ellas de maestros míos, muy admirados…). Advierto también de que organizo la exposición en torno a unos modelos ideales, que no pretenden reflejar la posición de ningún autor, aunque utilicen retazos de sus textos. Los modelos son tres:

1) El riesgo es del arrendador y el RDL es una tontería.

El arrendador tiene el deber de facilitar el goce pacífico de la cosa ex art. 1544.3 del Código Civil (“CC”). Por tanto, es él quien incumple su obligación a raíz del cierre imperativo. Un ejemplo clásico lo ilustraría: alquilé un cuarto a un pulidor de lentes; el vecino, que puede hacerlo, levanta una pared que impide el paso del sol y el pulidor ya no puede trabajar. Solución: no tengo que indemnizar al arrendatario (no es mi culpa), pero tampoco puedo reclamar la renta, pues el inquilino (como corresponde en un contrato sinalagmático) me opondrá la excepción de contrato incumplido (amén de que, si la contingencia se prolonga excesivamente, podrá resolver el contrato). Lo que quizá lleva a algunos a, equivocadamente, sostener lo contrario es imaginar que el propietario, al entregar el local, ha transferido al arrendatario el riesgo de que aparezcan circunstancias impeditivas del cumplimiento. Eso sería así en una compraventa (ex art. 1452 del Código), pero no en un contrato de tracto sucesivo como el arrendamiento, donde nunca pasa al arrendatario el riesgo citado. Por todo ello, el RDL 15/2020 es absurdo: carece de sentido suavizar, con relativa cicatería, una obligación del arrendatario (la de pagar la renta) que no existe.

Objeciones: El arrendador deja de prestar su obligación si le sucede al local algo que impide cualquier uso. Verbigracia: un terremoto o una orden de la autoridad de efectuar obras que la hacen temporalmente inhabitable (art. 26 de la LAU, en conexión con el 30). Pero no necesariamente (en una recta interpretación del 1544.3 del CC) porque surja un impedimento para la concreta actividad elegida por el arrendatario.

Para comprenderlo, hay que situar el tema en el contexto técnico adecuado, que es el de la causa del contrato. Recordemos que el porqué del contrato es relevante al nivel abstracto (aquí lo sitúa en la categoría de los onerosos y en particular los de cesión de uso por precio…), pero el móvil concreto (quiero poner un bar o una tienda de flores) no tiene consecuencias jurídicas, salvo si es ilícito (en cuyo caso anula el contrato) o cuando las partes lo incorporan a la “causa” o, como también se dice, lo reputan “base del negocio”, con su voluntad expresa o tácita. Pero miento, hay otra opción: que la Ley presuma (como norma dispositiva) que eso es lo que harían unos contratantes normales, que  toman decisiones económicamente racionales. Tal cosa es lo que probablemente sucede en el caso antes mencionado del pulidor: la excelente iluminación natural del local formaría parte de “la causa concreta del contrato”. Ahora bien, no hay por qué presumir que ello ocurre automáticamente, siempre que el arrendador conozca el uso proyectado.

Es más, añadiría: la misma duda existe en sede de compraventa. El tema se ha planteado también en el contexto de la pandemia, cuando la orden de cierre de locales se verifica entre el contrato privado y la traditio, frustrando al menos a medio plazo las expectativas de uso de los compradores. Ahí no cabe duda de que el riesgo de pérdida es del dueño, pero la cuestión es si en verdad existe pérdida. Para mí no hay inconveniente en concluir que sí, aunque la causa sea jurídica y no física. Mas el eterno debate es si la frustración de uno o varios usos extrae del bien todo su jugo económico o al menos una parte esencial. Los comentaristas anglosajones invocan, para dilucidarlo, la idea de preservation of the bargain. Completamente de acuerdo, pero el vendedor bien puede aducir que él no cobraba una prima por asegurar un deal a prueba de virus.

Más aún: supongamos que así ha sido. Yo me comprometo a entregar un bar con todos los parabienes para su uso como discoteca. Si antes de firmar la escritura pública llega la orden de cierre, me conformo con perder la venta. Pero si ahora me dicen que soy arrendador y debo garantizar ese uso a lo largo de la vida del contrato, ya tuerzo el gesto, por la sencilla razón de que la garantía es duradera y, por ende, más costosa. Así pues, el hecho de que el contrato sea de tracto sucesivo no me anima a conservar el riesgo; antes bien, me induce a transferirlo. Por lo pronto, si ese riesgo, por fortuito que sea, pertenece a la esfera del negocio, debe presumirse que se transfiere al arrendatario cuando este toma el control que podría prevenirlo; y si es extraordinario, el debate sigue abierto…

2) El riesgo es del arrendatario, aunque el RDL lo modera.

Supongamos que lo resolvemos y asignamos entonces el riesgo al arrendatario, que seguiría obligado a pagar el 100% de la renta. Aun así, según este modelo, no todo está perdido para el inquilino: si el susodicho deber deviene muy oneroso e insostenible, ello puede justificar la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, para promover medidas paliativas. El RDL le da algo de árnica al inquilino, en esta línea. No hay que descartar que el herido pueda solicitar y obtener más medicinas de los tribunales, pero la verdad es que el RDL se lo dificulta: cuando a los arrendatarios pobres, en su contienda con los ricos, la Ley les reconoce tan poco, ¿habría que ser más clemente en los demás casos?

Objeciones: La cláusula rebus solo opera, según la jurisprudencia, cuando no existe una asignación de riesgos por voluntad de las partes, expresa, tácita o presunta. No está para echar un cable al que se ha visto perjudicado por la distribución de riesgos establecida en el contrato, sino solo para especificar en qué se traduce, en concreto, la materialización de un riesgo conjunto. Por tanto, atribuir el riesgo al arrendatario equivale a dejarle sin remedio.

En cualquier caso, la posición 2) defiende con muy poco ánimo que la rebus pueda dar mucho más de lo que ya ha ofrecido el legislador, con su interpretación “autorizada”. Y esto rechina. Si de verdad la reclamación del arrendatario es sólida, porque se asienta en la naturaleza conjunta del riesgo, entonces el legislador no está autorizado para quitarle un euro de lo que le pertenece. Entonces no solo podemos, sino que debemos (por respeto al derecho de propiedad) asumir que el RDL solo admite una interpretación constitucionalmente legítima: es una norma de mínimos, que solo trata de asegurar al arrendatario “algo” de lo que es suyo por aplicación de la normativa civil, con la esperanza de que esto sirva para abortar tormentas de demandas, indeseables porque colapsan los tribunales y generan soluciones contradictorias. Mas en ningún modo puede coartar que los Tribunales concedan a alguien lo que es suyo, porque así lo pactó.

3) El riesgo es compartido y el RDL se limita a caminar en esa dirección, sin recorrer más que una parte del camino.

Para justificar lo anterior, caben dos vías:

3.1) Apliquemos el art. 1575 del Código Civil, referido al arrendamiento de predio agrícola.

Este precepto dispone que el arrendatario tiene derecho a rebaja de la renta por “pérdida de frutos” ante casos fortuitos extraordinarios, entendiendo por tales “aquellos que los contratantes no hayan podido racionalmente prever”, por ser absolutamente desacostumbrados (sin duda la pandemia puede ser uno de ellos). La norma distribuye, pues, los riesgos del contrato atendiendo a quién tiene el control sobre los mismos: si por ser previsibles están en la esfera del arrendatario, se los impone a éste; pero si son imprevisibles, los atribuye a ambas partes, dejando al Juez (en lo que es a la vez aplicación de la rebus) la determinación del detalle del reparto, atendidas las singularidades del caso.

Objeciones: La solución anterior es justa, pero el fundamento no es exacto. Tal y como se viene aplicando por la jurisprudencia, la rebaja de la renta que ofrece el 1575 del CC es del 25% si se pierde el 25% de la cosecha… ¡y, por ende, del 100% si se pierde el 100%! Ciertamente, la propuesta parece salomónica, porque el arrendador pierde la renta, mientras que el colono derrocha su trabajo y sus desembolsos. Pero es que partimos de una situación de fuerza mayor, que no es culpa de nadie, así que estaría bueno que encima cargáramos al arrendador con la pérdida de beneficio de su inquilino. Eso ni se plantea. Lo que se discute, en un esquema de reparto de riesgos fortuitos, es si hay alguien que se desprende de lo suyo (porque lo pierde o lo paga), sin recibir nada a cambio. Y la norma contesta que ese alguien es el arrendador, lo que equivale a atribuirle el riesgo de la contingencia extraordinaria. La solución del caso es, por tanto, la misma que da la posición 1), siquiera limitada a los riesgos desacostumbrados.

3.2) Ahora bien, hay otro fundamento que de verdad convierte el riesgo en compartido, lo que significaría que, ante una reducción de la facturación a 0, el arrendatario paga un X% de la renta. La idea es aplicar la ratio legis del 1575 del CC, pero mutatis mutandi. El arrendador de un campo se encuentra ante la tesitura de cultivarlo personalmente (y entonces nadie le libra de perder ingresos ante calamidades imprevisibles) o arrendarlo a un colono (en cuyo caso tendrá también que dejar de cobrar si sucede ese desastre). De ahí que el 1575 le asigne el riesgo. En cambio, el dueño de un local de negocio tiene otras alternativas. De ahí que no quepa asignarle el riesgo en su totalidad. Ahora bien, cuando uno se libra de algo por un motivo, ese algo modula en qué medida se libra. Al fin y al cabo, cuando el arrendador acepta un uso determinado para el local, también se “casa” con el mismo y se ata a su salud, de la que depende el sustento económico de la relación. Si a pesar de todo quiere el divorcio porque tiene otros novios, habrá que investigar en qué medida es cierto: en plena crisis económica, ¿le lloverían esos usos alternativos, en breve plazo o solo después de un largo período de ociosidad y eso por renta mejor o peor? Ese coste de oportunidad tira hacia arriba de la renta que debería seguir pagando el arrendatario. A la inversa, el coste de terminación (por ejemplo, ¿deberá abonar al arrendatario las inversiones no amortizadas?) tira hacia abajo. Con este tira y afloja, debería encontrarse un punto justo de rebaja que permita la continuidad del contrato y de la actividad, en lo que también existe un interés social.

Epílogo: quería hacer una versión corta del post, para Hay Derecho, y otra larga, que pondría aquí, pero al final la "corta" ha quedado bastante expresiva, así que la he puesto en este Blog tal cual, aunque haré algunas reflexiones adicionales.

Esto de la causa del contrato en buena medida se confunde con el objeto. Lo cual no debería extrañarnos, pues pasa con los conceptos de todas las ciencias, pero sobre todo en la jurídica. Los conceptos son instrumentos prácticos, que inventamos para resolver problemas. Por este motivo, el fin, el objetivo con el que los creamos sirve como criterio para meter las cosas en el saco de un concepto o del otro. De este modo, por ejemplo, si vemos que el fin que persigue el arendatario es utilizar una finca para una explotación agrícola y que eso merece un tratamiento jurídico distinto, entonces decimos que el objeto del contrato es un arrendamiento de fundo agrícola (no digo "rústico" porque este es otro concepto, que saca el contrato del CC y lo lleva a la LAR, por concurrir notas especiales), esto es, lo elevamos al rango de causa del contrato y lo individualizamos como un "tipo contractual" separado. 

Dos apuntes de otras disciplinas jurídicas: 

En Derecho de sociedades, dentro de la causa societatis, se distingue entre la que anima a constituir sociedades personalistas y la que empuja a fundar sociedades de capital; en función de ello se construyen los "tipos societarios", que son como subtipos del contrato social. Básicamente podríamos decir que la causa societatis de una colectiva, verbigracia, es perseguir un fin común, pero con un plus, que es la confianza que  nos merecen los socios, el intuitu personae; mientras que en la capitalista ese plus de motivación gira en torno a la aportación económica de cada partícipe. Ello lleva aparejado la construcción de tipos sociales (uno de gobernanza más informal, otro donde ésta se deja en manos de una estructura coprorativa; uno con responsabilidad limitada y otro sin ella). Y estos tipos se distinguen ¿por la causa o por el objeto? Lo mismo me da que me da lo mismo, pues cuando el objeto lo juzgamos suficientemente relevante como para determinar el régimen jurídico, lo subimos a la causa. Esto no quiere decir que el objeto desaparezca como elemento del contrato: la actividad específica a desplegar por la sociedad, sobre la que tambien recae el consentimiento de los socios, permanece bajo la rúbrica de "objeto social", si bien no determina un cambio de reglas, no da pie al nacimiento de un nuevo tipo social (no hay una Ley de Sociedades para las gestorías y otra para las empresas de telefonía)... ¡salvo que así sea, en cuyo caso reaparecen los tipos sociales "modulados", para bancos, compañías de seguros, etc...!

En Derecho Administrativo, se habla de distintos tipos de actuación formal de la Administración: disposiciones, actos y contratos. Se podría discutir si se distinguen por el objeto o por la causa, pero lo importante es que esos "tipos" actúan como depositarios de un régimen jurídico: sabemos que si abrimos esa caja, las consecuencias jurídicas serán esas. Pero ahí hay que lamentar que la clasificación se haga a menudo poniendo el carro delante de los bueyes: intentando dilucidar qué es cada cosa, sin mencionar qúe consecuencias jurídicas tiene esa elección y qué fines prácticos se persiguen. En realidad, carro y bueyes tienen una relación dialéctica: porque tengo unos bueyes fuertes, me vale cualquier carro pesado; si debo tirar de un carro pesado, elijo cualquier animal poderoso.

Me he ido por las ramas, pero vuelvo. En nuestro caso, porque el fundo agrícola solo admite un uso (virtualmente), hemos casi establecido un tipo específico en atención a esta nota; en cambio, no hablamos de un arrendamiento de hoteles, otro de fruterías y otro de tiendas de flores, porque todos estos tienen la misma nota y merecen el mismo régimen, el de arrendamiento de locales de negocio. En el primer caso (el agrícola), el régimen es que el arrendador corre el riesgo de los desastres que hagan inviable la explotación. Para el segundo, creo que hay cierto acuerdo en que antes estos desastres (por ejemplo, la pandemia unida a la decisión administrativa de cierre) es compartido. Y para determinar el fundamento y la medida de esa división del coste, yo he hablado de tomar como referenca el escenario de una terminación del contrato que también sería cara para el arrendador. A veces tengo dudas de si habría que abrir la caja de pandora de cualesquiera factores que influyan en "la economía del contrato", como sea el importe de la renta, el margen que puede dar y ha dado o dará el negocio... Lo dejo para otro comentario, que haré al hilo de otras cosas que es me están ocurriendo sobre situaciones similares.

Otro tema: ¿sería aplicable este razonamiento a casos de pérdida radical de facturación, no ya por cierre imperativo sino por efecto reflejo de este tipo de medidas, ya sea inmediato (ej: agencias de viajes, cuando se prohíben los cruces de frontera) o mediato (depresión económica)?

Supongo que sí, aunque a medida que nos alejamos de cosas que afectan al "objeto", será más difícil que el problema salte a la causa... Ahí todavía cabrá una apelación a la rebus, que al fin y al cabo es aplicación de la misma idea (la causa del contrato se tambalea de forma sobrevenida), pero habrá más dificultad para justificar que es así, tanto en el "si" como en el "cuánto". 

 


lunes, 21 de septiembre de 2020

El subarriendo de local de negocio en tiempos de pandemia, a la luz de la cláusula rebus



Escucho en una conversación entre amigos el caso de una empresa que había concertado un arrendamiento de un local, con vistas a ampliar sus actividades, pero la pandemia ha frustrado sus ilusiones de expansión, así que tiene el local vacío. El arrendatario ha oído hablar de la cláusula rebus sic stantibus, antes una total desconocida para los legos, pero ahora en boca de todos: una cláusula que estaría implícita en todo contrato y que autoriza a pedir su resolución (o al menos modificación) cuando el acuerdo se celebró a la vista de ciertas cosas (en este caso un panorama económico), éstas cambian por  sucesos extraordinarios e imprevisibles (como es sin duda la crisis derivada del coronavirus) y ello causa un desequilibrio radical entre las prestaciones de las partes. Sobre esta base, mi amigo, que es buen chico, ha propuesto al arrendador abandonar el local y pagar como indemnización el 50% de la renta pendiente (5 años), que no es moco de pavo. Pese a todo, el arrendador se niega a negociar. Con lo cual el arrendatario asume que tendrá que acudir Juez, para que declare lo procedente. 

Le cuento que, en efecto, ésta es una posibilidad. Ciertamente, el propio legislador ha puesto clavos en ese camino, pues el RD-Ley 15/2020 invocó la cláusula rebus para dar árnica a los arrendatarios de locales, pero lo hizo con muchas restricciones, tanto para acceder a los beneficios como en el alcance de los mismos, con lo cual era razonable preguntarse si, cuando el propio legislador establecía estas trabas, debían los tribunales abrir más la mano. Sin embargo, parece que se abre paso la idea de que sigue siendo posible una aplicación judicial de la rebus, lo cual me parece correcto y a lo mejor lo abordo en otro comentario, como también la polémica que ha surgido entre los civilistas sobre si (en los casos de suspensión de la actividad y cierre imperativo) es la rebus sic stantibus el único remedio disponible o existe fuerza mayor que afecta al arrendador. (Vid. al respecto este post del profesor Fernando Pantaleón).

Dando por hecho, pues, que cabe invocar la cláusula de marras, le planteo a mi amigo acogerse a la rebus, pero de otra forma: intentar subarrendar el local, lo cual al parecer es factible, porque hay otra empresa interesada. Le advierto que el arrendador tendría derecho a elevar la renta un 10% o un 20% (según estemos bien ante subarriendo parcial o bien ante subarriendo total o traspaso). Pero aun así, los números salen: si mi amigo cubriera la diferencia entre la renta (más barata) que pagaría el subarrendatario y la pactada en el contrato, incluso elevada, seguiría teniendo un quebranto muy inferior al que resultaría de abonar el 50% con el que contaba.

Hacerlo por las bravas parece arriesgado, porque el contrato 1º prohíbe al arrendatario subarrendar y 2º le obliga expresamente, en caso de desistimiento o resolución a él imputable (por ejemplo, como castigo por subarrendar), a pagar todas las rentas hasta el vencimiento del plazo de duración. Más prudente sería demandar y solicitar una medida cautelar, ya fuera la de reducción de la indemnización por salida, como él pretendía, o la de autorización provisional para subarrendar... No obstante, la medida cautelar no garantiza que le den a uno la razón en sentencia y será difícil traerse al subarrendatario sin garantizarle daños y perjuicios en el caso de que se viera desahuciado antes de tiempo. Aun así, yo me tiraría a la piscina, le digo, pues me parece que la propuesta es muy equitativa y el riesgo de fracaso remoto.

No obstante, mis contertulios son en su mayoría ingenieros y por eso (como decía, con su fino humor gaditano, mi primer jefe) saben más Derecho que un registrador de la propiedad. Así que su respuesta es unánime y categórica: ¡eso de subarrendar es imposible, pues está prohibido en el contrato y sería "ilegal"!

La reacción es digna de estudio. Adviertan que el punto de partida es que mi amigo confía en que el Juez le reduzca la renta un 50%, gracias a la ahora famosa rebus, pero no se atreve a subarrendar porque eso sería "ilegal", lo cual a su modo de ver es una barrera infranqueable, que corta toda discusión. Como muchos profanos (y hasta no profanos), tiene una visión binaria de la ilegalidad: 0 o 1, blanco o negro, legal o ilegal. Lo cierto, sin embargo, es que "legal" es un concepto huero de significado, si no se especifican las consecuencias de la infracción. En realidad, no hay una ilegalidad sino todo una gama de ellas, en función de la gravedad de la sanción. Ciertamente, en la dogmática jurídica se trata de establecer una línea de corte dentro de ese espacio, distinguiendo entre deberes (que serían incondicionados) y cargas (que solo advierten del peso que se debe arrostrar si se opta por una posibilidad). En puridad, sin embargo, todo son cargas, lo que sucede es que en ciertos casos su peso es tan grande (verbigracia, prisión permanente) que no estamos dispuestos a soportarlo en ningún caso, mientras que en otros es tan ligero (como cuando las multas son muy inferiores al beneficio que reporta una actividad) que nos fumamos un puro con la prohibición. Tomando un símil de la propia física, diría que las ilegalidades son en realidad, como las frecuencias, un "espectro de cargas", desde las más altas (que dañan los tejidos) hasta las más bajas (que nos atraviesan sin que nos enteremos).

Pues bien, cuando es la Ley la que establece las cargas, se espera que sea justa y respete el principio de proporcionalidad, asignando las más pesadas a los comportamientos más nocivos para el interés general. Sin embargo, cuando entramos en el ámbito de los disponible, la Ley se aparta y todo lo fía a la autonomía de la voluntad, al libre pacto entre las partes, siempre que éstas sean iguales. Es lo que hace aquí la Ley de Arrendamientos Urbanos: como dice el brocardo, stat pro ratione voluntas; léase, aquí manda la voluntad y la razón se retira a sus cuarteles de invierno. 

Ahora bien, cuando sobrevienen circunstancias excepcionales como las que nos ocupan, lo que hace la Ley (a través de la cláusula rebus) es ordenar el regreso de la razón. Ahora el tema debe resolverse con arreglo a la equidad, lo cual no significa capricho e incertidumbre, pues ahí están los principios generales del Derecho para ofrecer orientaciones objetivas. 

En este sentido, lo primero es acudir al deber de mitigar el daño, que afecta a las dos partes de toda controversia. Esta es una exigencia de la buena fe y, además, una astucia que abre una avenida para negociar una posible transacción. Los acuerdos siempre serán más fáciles si se vislumbra un win-win. Ahora bien, si se quiere repartir valor, lo primero es empezar por no destruirlo, por no cegar la fuente de riqueza: en este caso, mantener el local en uso, ofreciéndoselo a quien lo puede rentabilizar. Sentado lo anterior, hay que plantearse si, de todas formas, el arrendador cuenta con motivos razonables para oponerse a un subarriendo. En circunstancias normales, razonable será, como decía, lo que libérrimamente acuerden las partes y nada impide que se admita el puro criterio subjetivo y caprichoso del arrendador. Pero en un entorno dramático como el que nos rodea, es justo y necesario objetivar el criterio: si el subarrendatario que se trae al local realiza una actividad honesta, que no choca con los Estatutos de la comunidad donde se ubica el inmueble, ni provoca tampoco conflictos sociales y si además mi amigo continúa garantizando el pago, no parece que el arrendador tenga motivos admisibles para oponerse a esta solución.

Este sería pues mi consejo: concertar la operación con el subarrendatario, ofrecerlo razonadamente al arrendador y si no acepta, demandarle, con solicitud de la medida cautelar; probablemente, si estuviera bien asesorado, el arrendador acabaría transigiendo. Lo deseable, empero, para evitar esta batallas, habría sido que, entre las medidas legislativas derivadas de la pandemia, se hubiera probado alguna como ésta, permitiendo los subarriendos/traspasos, salvo causa justa, diga lo que diga el contrato e incluso suspendiendo el derecho a la elevación de la renta, en tanto dure esta situación atípica.

 

miércoles, 18 de marzo de 2020

La protección de datos, ¿es también un virus?



Acabo de leer una magnífica entrada en el Blog Hay Derecho donde se pone de manifiesto a qué absurdos están llegando las autoridades europeas de protección de datos, en este caso al poner trabas a una lucha efectiva contra la pandemia que nos tiene a todos confinados.

La autora (Ana Marzo) es una experta sobre la protección de datos (vive del tema) y, sin embargo, hace una interpretación excelente de las normas de esa materia, defendiendo que no proceden lecturas dogmáticas de las mismas que entorpezcan la batalla contra el coronavirus.

En particular, critica que las autoridades europeas están advirtiendo que los empleadores deben abstenerse de recopilar, de manera generalizada, datos sobre salud de sus empleados, lo cual a su juicio impediría ordenar la lectura obligatoria de la temperatura corporal de cada empleado o visitante de un  establecimiento, ya sea través del personal de seguridad o de cámaras térmicas; al parecer, la autoridad española, siendo un poquito más flexible en este punto, lo permitiría, aunque sólo si la medida se ejecuta por personal sanitario, lo cual no deja de ser un incordio.

Frente a ello, la autora aporta numerosas referencias legislativas que justifican lo que parece que no necesitaría justificación alguna, pues lo dicta el sentido común: que en un situación de emergencia como la que vivimos, la balanza no está precisamente dubitativa. Si yo pongo en un platillo la salud pública y la vida de miles y miles de personas y en el otro el rubor, la inconveniencia, el ataque a mi quisquillosa naturaleza que me pudiera reportar que mi empleador sepa y sepa el mundo entero que he pillado el virus dichoso, la cosa está bien clara: aquel lado se precipita al suelo y lanza al cielo volando lo que, por comparación, es -en este caso- la "bobería de la protección de datos".

Tiene toda la razón esta abogada y profesora y hay que agradecerle que lo haya explicado y documentado tan bien. Y es que en efecto, en estas situaciones excepcionales, hay que huir de la histeria antidemocrática, pero también de la democrática, esto es, ésa que saca de quicio (léase, de su ratio legis) las libertades y es, por tanto, su peor enemigo, porque las desacredita.

Precisamente, en esta línea, no hace mucho me pasmaba la noticia de que se ha desarrollado en España un app magnífica para el control de la epidemia, pero que -a diferencia de las que se manejan en Oriente- la nuestra no tiene la funcionalidad de geolocalización, porque “eso chocaría con nuestra mentalidad occidental, respetuosa con la protección de datos” (algo así decía el artículo).

Pues vaya mentalidad. ¿A mí qué demonios me importa estar geolocalizado durante una pandemia, si es para salvar vidas? ¿O qué problema habría en que el maltratador y su víctima estén geolocalizados mediante una pulsera, para que cuando el uno se acerque a la otra, un software avispado advierta a la potencial víctima y a la policía? Cuántas mujeres habrán muerto así, inmoladas en el altar de un entendimiento absoluto y ciego de las libertades individuales...

Estas cosas sirven como ejemplo, paradigmático, de un mal que aqueja a nuestra sociedad occidental y en particular enturbia nuestra concepción del Derecho… Un virus que corrompe a la economía y a nuestra bella profesión jurídica.

Al parecer aprendimos lo de que el sábado se hizo para el hombre y no a la inversa, pero seguimos pensando que el hombre se hizo para la protección de datos… y para la legislación de la competencia y para entender y aplicar una legislación fiscal enrevesada y el compliance de esto y de lo otro y de lo de más allá. Por supuesto que esas cosas son necesarias, o al menos lo son los valores que las inspiran o deberían inspirar. Pero viendo cuánto tiempo dedicamos a las formas, y cuán apegados estamos a los tecnicismos mal entendidos (como tapadera del verdadero espíritu de las disposiciones) y cuánta gente vive de eso y aun de enmarañar las cosas y cómo, a resultas de todo ello, se dilapidan recursos y se malgastan mentes brillantes que podrían servir para de verdad conseguir mejoras de vida, a uno le darían ganas de mandar a paseo todas esas reglamentaciones, tan puritanas, tan anglosajonas, tan fariseas, que sin embargo hemos acogido con reverencia y gusto en los países latinos, me temo que porque, como decía, engordan a muchos.

Las situaciones dramáticas como la que ahora vivimos tienen esta virtud: sirven para magnificar y caricaturizar, como los espejos del callejón del Gato, los esperpentos con los que convivimos a diario. ¿Por qué cada una de las 20 veces que intenta formular una queja a una gran Compañía, a menudo en un teléfono de pago, tiene uno que escuchar, de un contestador automático, el parloteo insufrible de la protección de datos? ¿Y en qué mente no enferma cabe la idea de que tenga uno que aceptar indefectiblemente, para cualquier interlocución por internet, una política de protección de datos que ni negocia ni puede negociar ni le importa un rábano? Hombre por Dios, que cumplan la Ley, no cedan tus datos para lucrarse y se dejen de rollos…

Todo ello mientras los potentados económicos, asistidos por esos mismos letrados que ensalzan el compliance, yo entre ellos, se saltan a la torera su espíritu, pero respetan su letra, a virtud de mágicos malabarismos. ¿Cómo es esto, que no puede Sanidad saber sin esfuerzo si necesito atención médica y soy foco de contagio, pero Google puede conocer hasta el color de mis calzoncillos?

¡Que esta emergencia crítica sirva para alertarnos y levantarnos contra esa otra pandemia que mina nuestras fuerzas, la de la burocracia sin vida que todo lo impregna! Si no nos levantamos, el virus de la letra asesina, seguirá mutando, instalándose en puestos de poder y alimentando a sus siervos. Pero aún estamos a tiempo para reaccionar. ¡Anti-burócratas de todo el mundo, levantad la cabeza y uníos para proclamar que el pan es pan y el vino es vino, por puro sentido común!







martes, 28 de enero de 2020

¿Ostenta la Administración deudora privilegios exorbitantes frente a la cesión de créditos administrativos?


























El Magistrado José Ramón Chaves llama la atención, en su excelente Blog jurídico, sobre una reciente Sentencia del Tribunal Supremo (TS) (sala de lo contencioso-administrativo), también excelentemente redactada, con la que, sin embargo, discrepo.

La Sentencia dictamina que no cabe la cesión inter vivos de una acción para exigir la responsabilidad patrimonial de la Administración. No se pronuncia sobre si la cesión es válida en el plano civil, pero desde luego la reputa ineficaz frente a la Administración, lo cual significaría que ésta puede negarse de plano a declarar su responsabilidad, en tanto se lo pida el cesionario. Cabría entonces replicar: bueno, pues que se lo pida el cedente y luego se arreglen entre ellos. La cosa no es tan sencilla, sin embargo, porque el cedente puede no colaborar, o puede ya no estar, o estar en malas condiciones (por haber caído en concurso, con la consecuencia de que el crédito entra en la masa de la quiebra...). El criterio, por tanto, no es inocuo y conviene revisar su fundamento.

Para llegar a aquella conclusión, el TS comienza reconociendo que 1º el art. 1112 del Código Civil establece una regla general permisiva de la cesión de derechos (“todos los derechos adquiridos en virtud de una obligación son transmisibles con sujeción a las leyes, si no se hubiese pactado lo contrario”) y 2º el Derecho administrativo no prohíbe la cesión de éstos en concreto. Pero a ello opone dos objeciones:

·        La acción para obtener una reparación no sería un auténtico derecho de crédito, sino (como dice el Abogado del Estado en el proceso) una mera expectativa de indemnización o (en palabras de la propia sentencia) “toda una relación jurídico-administrativa”, cosa que no es cedible, como tampoco lo es en el propio Derecho civil una relación contractual completa, salvo que lo consienta la contraparte.

·         En cualquier caso, el Derecho civil sólo es aplicable como supletorio a las relaciones administrativas cuando no existe un principio que justifique un tratamiento diverso. Y en este caso el Tribunal encuentra dicho principio en dos arts. de la Ley de Contratos del Sector Público (LCSP): el art. 200.1 admite que «los contratistas que tengan derecho de cobro frente a la Administración, podrán ceder el mismo conforme a derecho”, pero el art. 198.4 de la misma Ley supedita la obligación de pago de la Administración (y, por tanto, el nacimiento de aquel derecho de cobro que se cede) a que la propia Administración haya procedido a la “aprobación de las certificaciones de obra o de los documentos que acrediten la conformidad con lo dispuesto en el contrato de los bienes entregados o servicios prestados”; esto es, solo cabe cesión si la Administración ha comprobado previamente que la obra o el servicio se han realizado correctamente, mediante el correspondiente acto administrativo (o, en su defecto, sentencia firme). En cambio, a juicio del Tribunal, esto no sucedería en el Derecho civil, donde el contratista podría ceder su crédito civil “con anterioridad a que la otra parte manifieste su conformidad con la prestación”. Y esta diferencia, que sería clara en sede de responsabilidad contractual, debería extrapolarse a la extracontractual. Lo cual no sería más que una manifestación de una singularidad genérica del Derecho Administrativo: no hay derecho de crédito transmisible, en tanto la Administración no haya efectuado (o le haya obligado a efectuar una sentencia firme) el “reconocimiento de la obligación” al que se refiere el art. 73 de la Ley General Presupuestaria (“acto mediante el que se declara la existencia de un crédito exigible contra la Hacienda Pública o contra la Seguridad Social”).

Analicemos estas dos cuestiones.

El crédito extracontractual ¿solo nace después de la cuantificación?

Este argumento es en verdad sorprendente.

Por lo pronto, hay que rechazar lo que insinúa la Abogacía del Estado. El crédito extracontractual no es una mera expectativa de derecho, sino un derecho ya nacido, vivo y coleando. Lo único que tiene de peculiar un crédito de esa índole es que es ilíquido: si las partes no se ponen de acuerdo sobre su importe, debe cuantificarlo un Juez. Pero evidentemente esto no significa que la obligación, y el crédito correlativo, no hayan nacido. Por definición, la obligación aquiliana no nace ex contractu: surge ex lege, pero lo hace cuando se verifica el supuesto de hecho delimitado legalmente (la generación de un daño que el sujeto que lo sufre no tiene el deber de soportar), con independencia de cuándo se lleve a cabo la cuantificación. (Téngase en cuenta en este sentido que la acción prescribe al año “desde que lo supo el agraviado”, plazo que puede cumplirse cuando todavía no se ha liquidado la obligación ¿y habría entonces de admitirse que se extingue lo que no ha nacido?) Cuestión distinta es que la iliquidez tenga, por supuesto, consecuencias: por ejemplo, no se devengarán intereses de demora, pues no incurre en mora quien no sabe lo que tiene que pagar. Pero entre esas consecuencias no se encuentra la inexistencia del crédito ni por supuesto la imposibilidad de cederlo: si el cesionario se conforma con una incertidumbre sobre el quantum de lo que compra, ¿por qué no habría de admitirse la validez y la plena eficacia de este negocio jurídico?

Cierto es que, en realidad, el TS, aunque empiece gustando del argumento de la Abogacía, no dice eso, sino algo más sutil. Lo que aduce el Alto Tribunal es que para, obtener su reparación, el administrado debe seguir un procedimiento administrativo: deberá “presentar la correspondiente reclamación de responsabilidad patrimonial” (en este caso, por cierto, responsabilidad del Estado legislador) y “esperar la tramitación del procedimiento administrativo, cumpliendo sus cargas y formalidades”. Lo cual es muy cierto.  Y a esto el TS lo llama el inicio de “una relación jurídica compleja y dinámica con la Administración del Estado”. Lo cual también es verdad, incluso podríamos añadir que a menudo esa relación se torna en “penosa y tormentosa”... Ahora bien, a partir de ahí el Tribunal deduce que la posición del administrado no es la de un “acreedor”, sino análoga a la de una “parte contractual”, lo cual se traduciría en que sólo puede ceder su posición con consentimiento de la otra parte de la relación  (aquí la Administración). Y esto es ya un salto lógico que no comparto. El motivo por el que no se puede ceder una relación contractual no es que tenga varias “cosas” (sea “compleja”), sino que una de ellas son las obligaciones, las cuales lógicamente no se pueden traspasar sin consentimiento del titular del correlativo derecho, la contraparte acreedora, a quien no es indiferente la persona del deudor. Sin embargo, al menos cuando dicta un acto reglado de reconocimiento de una responsabilidad patrimonial, la Administración no ostenta derechos y el administrado no padece obligaciones. El hecho de que el particular tenga que cumplir con “cargas” (plazos, formalidades, pruebas…) no cambia las cosas: si no las cumple, libera a la autoridad del deber de resolver, pero puede estar tranquilo, en el sentido de que no vendrá un policía a obligarle a presentar la instancia. Y si coloca en su lugar a un tercero a continuar el procedimiento, el funcionario de turno podrá echar de menos a su anterior interlocutor, si le había tomado afecto, pero no tiene un interés atendible en que no cambie la persona del administrado (salvo que estuviéramos ante derechos personalísimos, pero no era ése el caso en este procedimiento). 

(El que un contrato es una relación dinámica, cuyos elementos constituyen un todo, es algo que, como digo más tarde, puede tener consecuencias, aunque no lo veo extrapolable a la relación extracontractual y en cualquier caso no tiene la consecuencia tan grave, de desconocimiento del cesionario, que predica el Tribunal.)

El supuesto privilegio de la Administración de aprobar el crédito, como requisito para la cesión

Este es el argumento principal del TS. Como veíamos, el Tribunal lo extrae de la regulación de los contratos públicos, que extiende por analogía a los créditos extracontractuales. La idea es fuerte, pues supone el reconocimiento a la Administración de un privilegio exorbitante, adicional a los clásicos. Para creérnoslo, tendríamos que entender bien la ratio legis de esta atribución. ¿Cuál es ésta? Según la Sentencia, que cito literalmente, se trata de propiciar “la buena gestión de los fondos públicos”, asegurando... ¿que no le hagan pagar a la Administración lo que no debe? Si esto es así, implícitamente el Tribunal estaría asumiendo que, al no contar con esta sobreprotección, los deudores particulares sí se podrían ver perjudicados ante una cesión de los créditos que pesan sobre ellos: la cesión sería una jugada a virtud de la cual, por res inter alios acta, los deudores podrían, en alguna medida, ¡verse obligados a pagar lo que no deben...! 

Pero no es así, naturalmente: el Código Civil (CC) establece una adecuada protección de los deudores privados. Lo que sucede es que esta protección no requiere matar moscas a cañonazos. No es preciso prohibir la circulación del crédito, con lesión de la autonomía de la voluntad. Ni siquiera es necesario hacer ineficaz la cesión frente al deudor cedido, lo cual es una figura sin sentido. (Esto que inventa el Tribunal de una cesión válida, pero ineficaz, es una cosa sin “ninguna gracia”: ¿de qué le sirve al cesionario “adquirir” si no puede ejercer el derecho adquirido? [Nota 1]) No, nada de eso se requiere para proteger al deudor cedido: a estos efectos, basta autorizarle a oponer frente al cesionario las excepciones procedentes. Esto es una solución ponderada y equilibrada. Y la Administración, cuando es deudora, no merece nada sustancialmente distinto.

Cuál sea ese nivel de protección adecuado, que debería contentar a acreedores públicos y privados, es algo que en el ámbito civil está básicamente claro, aunque se discutan los detalles. 

Es claro que el deudor no pierde el derecho de oponer las excepciones relativas a lo que específicamente menciona el TS (incorrecta realización de la prestación sinalagmática que genera el crédito), al igual que las demás excepciones objetivas (nulidad, prescripción, pago, etc): en definitiva, el acreedor no puede ceder lo que no tiene (sin perjuicio de lo que proceda inter tertios cuando el crédito se haya incorporado a un título abstracto aceptado/emitido por el deudor). También es claro, ex art. 1198 CC, que las excepciones subjetivas, derivadas de otras relaciones (la compensación con otra deuda ajena a la relación subyacente) no pueden ser opuestas a partir del momento en que el deudor conoce la cesión: cuando el deudor compensa, lo que hace es cobrarse su propio crédito en especie (saldando su propia deuda), pero no puede hacerlo si la especie voló. Por fin, también ex art. 1198 CC, si el deudor consiente la cesión, pierde el derecho de oponer la compensación con deudas anteriores a la notificación.

Las dudas son unas cuantas, pero tampoco veo razón para que esos interrogantes se resuelvan de un modo distinto para la Administración deudora. A modo de ejemplo, podemos citar la vexata quaestio de la cesión de créditos futuros, a la que se refiere precisamente la Sentencia que analizamos. El Tribunal no dice que el caso que enjuicia sea un ejemplo de cesión de cosa futura (su tesis, como veíamos, es más matizada), pero sí se sirve de la idea como prueba de que la cesión de créditos tendría un tratamiento distinto en el sistema administrativo y el civil, ya que a su juicio en el primero esas cesiones estarían prohibidas, mientras que en el segundo son pacíficas. Lo cierto es, sin embargo, que tales cesiones presentan sombras también en el ámbito civil, las cuales se iluminan con la misma luz que las clarifica en el plano administrativo.

El precepto que sirve de apoyo al TS es el art. 200.5 de la LCSP, a cuyo tenor «Las cesiones anteriores al nacimiento de la relación jurídica de la que deriva el derecho de cobro no producirán efectos frente a la Administración”.

Pues bien, en el ámbito civil, tanto las cesiones "anticipadas" (anteriores al nacimiento del crédito) como esas "super-anticipadas" a las que, en puridad, se refiere aquel precepto (anteriores al nacimiento de la relación fuente de los créditos), son per se admisibles y por supuesto producen efectos frente al deudor cedido. Cuestión distinta son los efectos que puedan tener frente a los acreedores del cedente o los del deudor cedido, si uno u otro entran en concurso, temas a los que se refieren, con mayor o menor acierto, la Disp. Adic. 3º de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, en punto a cesiones, o el art. 90.1.6º de la Ley Concursal, en punto a pignoración. Pero, como decía, nadie duda de que el deudor cedido debe pagar al cesionario, por mucho que la transmisión sucediera en la prehistoria del crédito, ¡salvo que ello redunde en causa justa de oposición!

En este sentido, en primer lugar, justo es reconocer que una cesión super-anticipada es, por definición, causa de ambigüedad sobre la persona del futuro acreedor. Los probos funcionarios reciben una carta anunciando que el Sr. A ha cedido sus créditos no ya futuros, sino futurísimos, a la Sra. B, que no tiene ninguna relación con la Administración, y no saben dónde demonios archivarla... Por eso, si no se repite la notificación cuando al menos ya hay un contrato fuente, surge el riesgo de que la Administración pague al anterior titular, quedando liberada. Ahora bien, así las cosas, el dramático efecto que perseguía la Sentencia que nos ocupa ha fracasado: no nos impresiona, porque esto no tiene por qué ser una prerrogativa administrativa. Yo reclamo, como empresa, el mismo trato y nadie sensato me lo puede negar. La memoria de una sociedad son sus bases de datos: si el cedente no tiene asignado un nº de proveedor o no tiene un nº de contrato activo, no hay forma de vincular la cesión con un avisador de que se pague al cesionario y, por tanto, el pago al cedente será liberatorio, también para un deudor privado. Sin embargo, si la notificación se repite después del nacimiento de la relación jurídica y la Administración puede registrar con certeza quién es el cesionario, ¿qué más le da -como decíamos antes y como dice también A. Carrasco en este trabajo- pagar a quien procede?

En el mismo sentido, en segundo lugar, está el tema de las excepciones. A ellas se refiere el inciso 2º del propio art. 200.5 LCSP cuando señala lo siguiente: “En todo caso, la Administración podrá oponer frente al cesionario todas las excepciones causales derivadas de la relación contractual”.

Pues bien, si ello significa que la Administración puede oponer las excepciones objetivas que afectan específicamente al derecho de cobro cedido (defectuosa prestación, nulidad, prescripción, pago...), no me impresiona tampoco mucho, pues como vimos esto es de cajón, estemos ante una cesión de créditos futurísimos, futuros o presentes, ya se hagan patentes las excepciones antes o después de la cesión, ya sea el deudor público o privado...

El precepto se torna, empero, menos insulso si entendemos que significa algo más, si interpretamos que la expresión de marras ("todas las excepciones causales derivadas de la relación contractual") comprende cualesquiera excepciones derivadas de la relación subyacente en su conjunto, no sólo las relativas a la prestación generadora del crédito cedido. Si la norma significa esto, me parece muy bien. En una relación contractual duradera, el sinalagma, a mi juicio, debe entenderse entre el conjunto de las prestaciones de un lado y el de las del otro. Aquí sí cobra relevancia lo de que la relación es -en palabras de esta Sentencia- "compleja y dinámica". Por eso, yo esto lo negocio siempre en los contratos de mi empresa con sus contratistas. Por ejemplo, a veces nos vemos obligados a hacer frente a la responsabilidad solidaria por sus deudas, laborales, de Seguridad Social o fiscales y la cláusula establece que se producirá la compensación automática de mi derecho de reembolso con las facturas que yo adeude por trabajos realizados, incluso aunque el plazo de pago de estas facturas no haya vencido. Esto (que es un acuerdo de compensación convencional y automática) vale como antídoto frente a las cesiones anticipadas, evitando que estas capturen al crédito desde que nace y lo entreguen a las garras de los Bancos, pero también frente a cesiones de créditos existentes, ahorrándome la necesidad de apresurarme para efectuar la declaración de compensación... Esta lectura dota de un sentido natural a este inciso 2º, porque el "en todo caso" que lo encabeza sugiere que el legislador empieza pensando en las cesiones super-anticipadas, pero extiende este efecto a cualquier otro supuesto en el que operan excepciones que son, en este sentido amplio, causales....)

Sin embargo, si yo no tengo estas reclamaciones de contrario y me consta con certeza que ha existido una cesión del crédito y en favor de quién, por mucho que esa cesión fuera anticipada o super-anticipada, por supuesto que debo pagar a los cesionarios, faltaría más… Y lo mismo debe hacer la Administración.

A modo de conclusión, ¿cuál es la auténtica especialidad administrativa?

Lo anterior es muy ilustrativo, porque revela lo que de verdad tiene de especial, en este contexto, el Derecho administrativo. Lo que hace éste es robotizar el proceso. Aquello que los particulares estipulamos cuando caemos en ello, como Derecho dispositivo, la Ley lo automatiza, tanto para garantizar el interés general como para ser ecuánime con los administrados. En esta línea hay que interpretar también el precepto en el que la Sentencia basa su argumentación principal, el 198.4 de la Ley de Contratos del Sector Público. La norma dispone que el contratista debe presentar sus facturas a la Administración, la cual dispone de un plazo para dar su conformidad, dictando al efecto un acto administrativo de aprobación de la entrega o servicio. Esto es también la forma habitual de proceder en las relaciones privadas. Significa esta aceptación un reconocimiento público de que el acreedor está satisfecho con el trabajo realizado y no opondrá excepciones al respecto, lo cual facilita la circulación del crédito. La diferencia es que, si no lo estipula el contrato, yo como principal no estoy sujeto a plazos ni deberes tan estrictos, con lo cual le complico la cesión al contratista. A la inversa, si yo -siendo apoderado de mi empresa- doy un visto bueno que está mal dado, vinculo a mi poderdante, mientras que un acto administrativo ilegal sería impugnable. Ahora bien, la diferencia acaba donde acaban sus razones. El Derecho Administrativo fía poco a los pactos y mucho al estatuto, para asegurar que la Administración actúa como un hombre... ¡perdón!, que actúa como una señora prudente y justa, pero no confundamos esta reglamentación de lo disponible con un privilegio que rompe el Derecho necesario. Lo que no puede hacer la Ley administrativa es cambiar principios imperativos que emanan, no sólo de la lógica sino de la Constitución: si pese a todo, antes de que la Administración valide la prestación, el contratista se empeña en ceder el crédito y un cesionario se la juega comprándolo, la Administración tendrá que hacer honor a su deuda ante el cesionario, salvo que en efecto cuente con excepciones legítimas al pago; lo contrario sería poner una traba a la autonomía de la voluntad, a la libertad de tráfico jurídico y al derecho de propiedad, sin justificación razonable.

Lo mismo vale, naturalmente, para el crédito extracontractual. Puedo comprender que no nos guste que aparezcan profesionales de la compra de reclamaciones contra la Administración, típicamente en casos como éste, de acciones contra el Estado legislador. Entonces lo que cabe proponer de lege ferenda es prohibir tales compras específicas o someterlas al régimen de los créditos litigiosos (el deudor se libera pagando el precio de compra más gastos), que hoy no les es aplicable. Pero lo que no tiene sentido es, para afrontar este asunto concreto, dictar una doctrina de efectos generales sobre la base de razones técnicas erróneas. 

[Nota 1] Redactadas estas líneas, releo el señero artículo de Fernando Pantaleón sobre "La cesión de créditos" y veo que tiene una frase lapidaria en el mismo sentido: "una titularidad de un crédito que sea inoponible al deudor es un absurdo lógico". En el original esta frase criticaba la tesis que mantiene que la cesión del crédito no notificada no traslada la propiedad al cesionario y, por ende, no es oponible al deudor. Pantaléon sostiene con razón que la cesión sí tiene ese efecto traslativo. Cuestión distinta es que, mientras no se notifique, el deudor se libere pagando a quien es ante él el acreedor aparente, por un elemental principio de protección de la confianza en la apariencia.


sábado, 11 de enero de 2020

El TS lo confirma: Junqueras no es Barrabás



El Tribunal Supremo ("TS") ha dictado el Auto en el que resuelve el tema sobre el que especulaba en el post anterior. La resolución, cuyo texto se puede leer aquí, va en la línea esperada: la sentencia del TJUE no significa que el Sr. Junqueras deba ser excarcelado, cuando ya se encuentra cumpliendo condena firme.

Destacaré tres aspectos:

El tecnicismo: causa de incompatibilidad sobrevenida

El TS especifica qué ha sucedido en concreto con el cargo de europarlamentario del Sr. Junqueras. Se parte de que, como dictaminó el TJUE, el Sr. Junqueras pasó a ostentar dicho cargo desde que fue proclamado electo. Sin embargo, se advierte que el mismo Sr., desde que fue condenado a pena privativa de libertad, ha devenido inelegible, conforme a la legislación electoral, y por tanto incurre en un causa de incompatibilidad sobrevenida, que determina la pérdida del cargo. Esto mismo acababa de ser declarado por la Junta Electoral Central, pero lo remacha el TS, Sala de lo Penal, porque -como dice- es una consecuencia de la sentencia por ella dictada. Esto es, no obstante, el mero tecnicismo que explica cómo se pierde el cargo. Lo importante es por qué a juicio del TS es posible la aplicación de esta regla técnica, pese a la sentencia del TJUE. Lo analizo en los dos puntos siguientes.

No había inviolabilidad (a lo 007) y ni siquiera inmunidad frente al procesamiento, solo frente a la detención

El TS, como era de esperar, resalta la diferencia entre los distintos conceptos en juego. Para ello, se apoya en la clasificación que hace una organización internacional, la Unión Interparlamentaria:

  • La inviolabilidad de los miembros del Parlamento por las opiniones o los votos que emitan en el ejercicio de sus funciones, que como decía en mi post anterior supone una licencia para cometer los delitos que esas opiniones o votos pudieran comportar. Evidentemente, esta prerrogativa no es aplicable, pues el Sr. Junqueras no fue condenado por un delito de injurias o calumnias derivadas de sus opiniones, sino por sedición y malversación de caudales públicos.
  • La inmunidad, que es lo que sí está en juego aquí, la cual según la Unión Interparlamentaria admite dos vertientes: a) la prohibición formal de proceder a la detención de los parlamentarios cuando se dirigen al Parlamento, se encuentran en el mismo o vuelven; b) la prohibición de toda diligencia judicial o detención sin autorización expresa de la Asamblea a la que pertenece el parlamentario en cuestión.
Como era también previsible, el TS estima que la sentencia del TJUE solo reconoce al Sr. Junqueras la inmunidad en su primera modalidad, esto es, la que prohíbe la detención y por ende obligaba a levantar la prisión preventiva, al solo objeto de que el Sr. Junqueras pudiera desplazarse al Parlamento Europeo para tomar posesión de su mandato y (quizá) desarrollar sus funciones. Por el contrario, la segunda vertiente de la inmunidad, la que prohibiría el procesamiento, no era aplicable, conforme a la jurisprudencia del TS que no la reconoce a partir de la apertura del juicio oral (máxime cuando en este caso, la adquisición del cargo se produce cuando ya estaba el juicio visto para sentencia). Interpretación ésta que es posible porque el precepto europeo relevante (art. 9 del Protocolo que regula las inmunidades de los europarlamentarios), en su párrafo 2º establece aquella inmunidad de detención, pero da juego a la legislación nacional en punto a la de jurisdicción o procesamiento.

Lo anterior sirve al TS para descartar de plano la alegación de nulidad del juicio: no hay tal porque no existía prohibición de procesar.  No hay vicio procesal, en definitiva, que pudiera tener "capacidad invalidante".

Yo iría más lejos, sin embargo. Aunque hubiera operado una prohibición de procesar, su infracción sería sin duda una ilegalidad o irregularidad, pero no invalidante del proceso. Es decir, aunque el TS hubiera tenido el deber de suspender el juicio para solicitar un suplicatorio a la Eurocámara, el no haberlo hecho no anula ahora la sentencia. El motivo es el llamado principio de “trascendencia”. Ese vicio, de haber existido, habría afectado a las sesiones del Parlamento, pero no al proceso. Imaginemos que se hubiera suspendido el juicio y años después el Sr. Junqueras dejara de ser parlamentario y se reanudara el enjuiciamiento. Tras ese parón, ¿debería o podría hipotéticamente el TS decidir de otra manera u otra cosa? No, la decisión se habría adoptado de la misma forma y en el mismo sentido. Luego no hay trascendencia procesal. Esto no quiere decir que esa supuesta obligación de solicitar el suplicatorio devenga una obligación imperfecta, sin sanción, lo cual sería inaceptable. La infracción sería sancionable, pero solo en la medida en que se haya dañado el bien jurídico que la norma trata de proteger y mediante algún remedio que trate de restablecer ese bien jurídico: a lo mejor hay que estimar que una votación europarlamentaria es nula o que el Sr. Junqueras debe ser indemnizado por el sueldo que no ha percibido, si no se lo pagan ahora retroactivamente… Pero si el bien jurídico del proceso (garantizar una decisión conforme a la ley en el fondo y en las “formas que contribuyen a una mejor decisión sobre el fondo”) no se ha visto afectado y, por ende, no hay por qué poner en tela de juicio su resultado.

No cabe la provocatio ad populum "a lo Barrabás"

Aclarado lo anterior, resta decidir si la inmunidad de detención podría aún tener -como sostenían la defensa y la propia Abogacía del Estado- un efecto light la sentencia firme de condena: no para anularla (cosa que acabamos de descartar), sino para suspender su ejecución. 

El TS responde que no y, para justificarlo, apela al efecto sagrado de la cosa juzgada y su importancia para garantizar la seguridad jurídica, valor esencial de un Estado democrático. Yo había ilustrado la idea mencionando a Barrabás, el delincuente al que el pueblo -a pregunta de Pilatos- eligió excarcelar, en detrimento de Jesús de Nazaret. El TS, por su parte, en un alarde de erudición jurídica que me ha encantado, trae a colación la vieja figura de la provocatio ad populum que existía en el Derecho romano y que por supuesto cabe considerar caduca y no reconoce hoy ningún ordenamiento: ni por mayoría de los electores, ni por supuesto por decisión de un grupo de ellos, es concebible una suerte de indulto de facto de los delincuentes.  

Pienso, no obstante, yendo de nuevo más allá, que no habría estado de más una argumentación suplementaria, porque la santidad de la cosa juzgada está muy bien, pero no sería la primera vez que el TJUE se la salta, por aplicación del principio de "protección efectiva" de los mandatos del Derecho Europeo. Hay que explicitar algo el motivo por el que en este caso ésa es una barrera infranqueable. La razón que yo daba en el post anterior es que el concepto de "inmunidad" no llega tan lejos: cuando se enfrenta a condenas firmes, la inmunidad calla, porque salimos de su "ámbito de aplicación", que es el que marca su objetivo o razón de ser. Con ella se quiere evitar que se falseen los trabajos parlamentarios por la vía de acusaciones que podrían resultar infundadas. Ahora bien, cuando la acusación es por definición fundada, como sucede cuando así se ha declarado en sentencia firme, el motivo de la protección decae (cessante ratio legis, cessat lex ipsa).

Así pues, no se trata de que de la inmunidad cede o se sacrifica o se recorta en aras de la intangibilidad de la cosa juzgada, sino de que la inmunidad, rectamente entendida, ni pide ni solicita tocar para nada lo ya juzgado. Esto es semejante al motivo por el que no cabe alegar la libertad de información para atentar contra el derecho al honor o a la intimidad, si la información versa sobre aspectos privados, sin relevancia política: no se trata de que en estos casos se sacrifique el derecho a difundir información, es que dicho derecho ni existe ni pretende existir en ese ámbito, el de la esfera íntima de las personas, sin repercusiones sobre la res publica