martes, 28 de enero de 2020

¿Ostenta la Administración deudora privilegios exorbitantes frente a la cesión de créditos administrativos?


























El Magistrado José Ramón Chaves llama la atención, en su excelente Blog jurídico, sobre una reciente Sentencia del Tribunal Supremo (TS) (sala de lo contencioso-administrativo), también excelentemente redactada, con la que, sin embargo, discrepo.

La Sentencia dictamina que no cabe la cesión inter vivos de una acción para exigir la responsabilidad patrimonial de la Administración. No se pronuncia sobre si la cesión es válida en el plano civil, pero desde luego la reputa ineficaz frente a la Administración, lo cual significaría que ésta puede negarse de plano a declarar su responsabilidad, en tanto se lo pida el cesionario. Cabría entonces replicar: bueno, pues que se lo pida el cedente y luego se arreglen entre ellos. La cosa no es tan sencilla, sin embargo, porque el cedente puede no colaborar, o puede ya no estar, o estar en malas condiciones (por haber caído en concurso, con la consecuencia de que el crédito entra en la masa de la quiebra...). El criterio, por tanto, no es inocuo y conviene revisar su fundamento.

Para llegar a aquella conclusión, el TS comienza reconociendo que 1º el art. 1112 del Código Civil establece una regla general permisiva de la cesión de derechos (“todos los derechos adquiridos en virtud de una obligación son transmisibles con sujeción a las leyes, si no se hubiese pactado lo contrario”) y 2º el Derecho administrativo no prohíbe la cesión de éstos en concreto. Pero a ello opone dos objeciones:

·        La acción para obtener una reparación no sería un auténtico derecho de crédito, sino (como dice el Abogado del Estado en el proceso) una mera expectativa de indemnización o (en palabras de la propia sentencia) “toda una relación jurídico-administrativa”, cosa que no es cedible, como tampoco lo es en el propio Derecho civil una relación contractual completa, salvo que lo consienta la contraparte.

·         En cualquier caso, el Derecho civil sólo es aplicable como supletorio a las relaciones administrativas cuando no existe un principio que justifique un tratamiento diverso. Y en este caso el Tribunal encuentra dicho principio en dos arts. de la Ley de Contratos del Sector Público (LCSP): el art. 200.1 admite que «los contratistas que tengan derecho de cobro frente a la Administración, podrán ceder el mismo conforme a derecho”, pero el art. 198.4 de la misma Ley supedita la obligación de pago de la Administración (y, por tanto, el nacimiento de aquel derecho de cobro que se cede) a que la propia Administración haya procedido a la “aprobación de las certificaciones de obra o de los documentos que acrediten la conformidad con lo dispuesto en el contrato de los bienes entregados o servicios prestados”; esto es, solo cabe cesión si la Administración ha comprobado previamente que la obra o el servicio se han realizado correctamente, mediante el correspondiente acto administrativo (o, en su defecto, sentencia firme). En cambio, a juicio del Tribunal, esto no sucedería en el Derecho civil, donde el contratista podría ceder su crédito civil “con anterioridad a que la otra parte manifieste su conformidad con la prestación”. Y esta diferencia, que sería clara en sede de responsabilidad contractual, debería extrapolarse a la extracontractual. Lo cual no sería más que una manifestación de una singularidad genérica del Derecho Administrativo: no hay derecho de crédito transmisible, en tanto la Administración no haya efectuado (o le haya obligado a efectuar una sentencia firme) el “reconocimiento de la obligación” al que se refiere el art. 73 de la Ley General Presupuestaria (“acto mediante el que se declara la existencia de un crédito exigible contra la Hacienda Pública o contra la Seguridad Social”).

Analicemos estas dos cuestiones.

El crédito extracontractual ¿solo nace después de la cuantificación?

Este argumento es en verdad sorprendente.

Por lo pronto, hay que rechazar lo que insinúa la Abogacía del Estado. El crédito extracontractual no es una mera expectativa de derecho, sino un derecho ya nacido, vivo y coleando. Lo único que tiene de peculiar un crédito de esa índole es que es ilíquido: si las partes no se ponen de acuerdo sobre su importe, debe cuantificarlo un Juez. Pero evidentemente esto no significa que la obligación, y el crédito correlativo, no hayan nacido. Por definición, la obligación aquiliana no nace ex contractu: surge ex lege, pero lo hace cuando se verifica el supuesto de hecho delimitado legalmente (la generación de un daño que el sujeto que lo sufre no tiene el deber de soportar), con independencia de cuándo se lleve a cabo la cuantificación. (Téngase en cuenta en este sentido que la acción prescribe al año “desde que lo supo el agraviado”, plazo que puede cumplirse cuando todavía no se ha liquidado la obligación ¿y habría entonces de admitirse que se extingue lo que no ha nacido?) Cuestión distinta es que la iliquidez tenga, por supuesto, consecuencias: por ejemplo, no se devengarán intereses de demora, pues no incurre en mora quien no sabe lo que tiene que pagar. Pero entre esas consecuencias no se encuentra la inexistencia del crédito ni por supuesto la imposibilidad de cederlo: si el cesionario se conforma con una incertidumbre sobre el quantum de lo que compra, ¿por qué no habría de admitirse la validez y la plena eficacia de este negocio jurídico?

Cierto es que, en realidad, el TS, aunque empiece gustando del argumento de la Abogacía, no dice eso, sino algo más sutil. Lo que aduce el Alto Tribunal es que para, obtener su reparación, el administrado debe seguir un procedimiento administrativo: deberá “presentar la correspondiente reclamación de responsabilidad patrimonial” (en este caso, por cierto, responsabilidad del Estado legislador) y “esperar la tramitación del procedimiento administrativo, cumpliendo sus cargas y formalidades”. Lo cual es muy cierto.  Y a esto el TS lo llama el inicio de “una relación jurídica compleja y dinámica con la Administración del Estado”. Lo cual también es verdad, incluso podríamos añadir que a menudo esa relación se torna en “penosa y tormentosa”... Ahora bien, a partir de ahí el Tribunal deduce que la posición del administrado no es la de un “acreedor”, sino análoga a la de una “parte contractual”, lo cual se traduciría en que sólo puede ceder su posición con consentimiento de la otra parte de la relación  (aquí la Administración). Y esto es ya un salto lógico que no comparto. El motivo por el que no se puede ceder una relación contractual no es que tenga varias “cosas” (sea “compleja”), sino que una de ellas son las obligaciones, las cuales lógicamente no se pueden traspasar sin consentimiento del titular del correlativo derecho, la contraparte acreedora, a quien no es indiferente la persona del deudor. Sin embargo, al menos cuando dicta un acto reglado de reconocimiento de una responsabilidad patrimonial, la Administración no ostenta derechos y el administrado no padece obligaciones. El hecho de que el particular tenga que cumplir con “cargas” (plazos, formalidades, pruebas…) no cambia las cosas: si no las cumple, libera a la autoridad del deber de resolver, pero puede estar tranquilo, en el sentido de que no vendrá un policía a obligarle a presentar la instancia. Y si coloca en su lugar a un tercero a continuar el procedimiento, el funcionario de turno podrá echar de menos a su anterior interlocutor, si le había tomado afecto, pero no tiene un interés atendible en que no cambie la persona del administrado (salvo que estuviéramos ante derechos personalísimos, pero no era ése el caso en este procedimiento). 

(El que un contrato es una relación dinámica, cuyos elementos constituyen un todo, es algo que, como digo más tarde, puede tener consecuencias, aunque no lo veo extrapolable a la relación extracontractual y en cualquier caso no tiene la consecuencia tan grave, de desconocimiento del cesionario, que predica el Tribunal.)

El supuesto privilegio de la Administración de aprobar el crédito, como requisito para la cesión

Este es el argumento principal del TS. Como veíamos, el Tribunal lo extrae de la regulación de los contratos públicos, que extiende por analogía a los créditos extracontractuales. La idea es fuerte, pues supone el reconocimiento a la Administración de un privilegio exorbitante, adicional a los clásicos. Para creérnoslo, tendríamos que entender bien la ratio legis de esta atribución. ¿Cuál es ésta? Según la Sentencia, que cito literalmente, se trata de propiciar “la buena gestión de los fondos públicos”, asegurando... ¿que no le hagan pagar a la Administración lo que no debe? Si esto es así, implícitamente el Tribunal estaría asumiendo que, al no contar con esta sobreprotección, los deudores particulares sí se podrían ver perjudicados ante una cesión de los créditos que pesan sobre ellos: la cesión sería una jugada a virtud de la cual, por res inter alios acta, los deudores podrían, en alguna medida, ¡verse obligados a pagar lo que no deben...! 

Pero no es así, naturalmente: el Código Civil (CC) establece una adecuada protección de los deudores privados. Lo que sucede es que esta protección no requiere matar moscas a cañonazos. No es preciso prohibir la circulación del crédito, con lesión de la autonomía de la voluntad. Ni siquiera es necesario hacer ineficaz la cesión frente al deudor cedido, lo cual es una figura sin sentido. (Esto que inventa el Tribunal de una cesión válida, pero ineficaz, es una cosa sin “ninguna gracia”: ¿de qué le sirve al cesionario “adquirir” si no puede ejercer el derecho adquirido? [Nota 1]) No, nada de eso se requiere para proteger al deudor cedido: a estos efectos, basta autorizarle a oponer frente al cesionario las excepciones procedentes. Esto es una solución ponderada y equilibrada. Y la Administración, cuando es deudora, no merece nada sustancialmente distinto.

Cuál sea ese nivel de protección adecuado, que debería contentar a acreedores públicos y privados, es algo que en el ámbito civil está básicamente claro, aunque se discutan los detalles. 

Es claro que el deudor no pierde el derecho de oponer las excepciones relativas a lo que específicamente menciona el TS (incorrecta realización de la prestación sinalagmática que genera el crédito), al igual que las demás excepciones objetivas (nulidad, prescripción, pago, etc): en definitiva, el acreedor no puede ceder lo que no tiene (sin perjuicio de lo que proceda inter tertios cuando el crédito se haya incorporado a un título abstracto aceptado/emitido por el deudor). También es claro, ex art. 1198 CC, que las excepciones subjetivas, derivadas de otras relaciones (la compensación con otra deuda ajena a la relación subyacente) no pueden ser opuestas a partir del momento en que el deudor conoce la cesión: cuando el deudor compensa, lo que hace es cobrarse su propio crédito en especie (saldando su propia deuda), pero no puede hacerlo si la especie voló. Por fin, también ex art. 1198 CC, si el deudor consiente la cesión, pierde el derecho de oponer la compensación con deudas anteriores a la notificación.

Las dudas son unas cuantas, pero tampoco veo razón para que esos interrogantes se resuelvan de un modo distinto para la Administración deudora. A modo de ejemplo, podemos citar la vexata quaestio de la cesión de créditos futuros, a la que se refiere precisamente la Sentencia que analizamos. El Tribunal no dice que el caso que enjuicia sea un ejemplo de cesión de cosa futura (su tesis, como veíamos, es más matizada), pero sí se sirve de la idea como prueba de que la cesión de créditos tendría un tratamiento distinto en el sistema administrativo y el civil, ya que a su juicio en el primero esas cesiones estarían prohibidas, mientras que en el segundo son pacíficas. Lo cierto es, sin embargo, que tales cesiones presentan sombras también en el ámbito civil, las cuales se iluminan con la misma luz que las clarifica en el plano administrativo.

El precepto que sirve de apoyo al TS es el art. 200.5 de la LCSP, a cuyo tenor «Las cesiones anteriores al nacimiento de la relación jurídica de la que deriva el derecho de cobro no producirán efectos frente a la Administración”.

Pues bien, en el ámbito civil, tanto las cesiones "anticipadas" (anteriores al nacimiento del crédito) como esas "super-anticipadas" a las que, en puridad, se refiere aquel precepto (anteriores al nacimiento de la relación fuente de los créditos), son per se admisibles y por supuesto producen efectos frente al deudor cedido. Cuestión distinta son los efectos que puedan tener frente a los acreedores del cedente o los del deudor cedido, si uno u otro entran en concurso, temas a los que se refieren, con mayor o menor acierto, la Disp. Adic. 3º de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, en punto a cesiones, o el art. 90.1.6º de la Ley Concursal, en punto a pignoración. Pero, como decía, nadie duda de que el deudor cedido debe pagar al cesionario, por mucho que la transmisión sucediera en la prehistoria del crédito, ¡salvo que ello redunde en causa justa de oposición!

En este sentido, en primer lugar, justo es reconocer que una cesión super-anticipada es, por definición, causa de ambigüedad sobre la persona del futuro acreedor. Los probos funcionarios reciben una carta anunciando que el Sr. A ha cedido sus créditos no ya futuros, sino futurísimos, a la Sra. B, que no tiene ninguna relación con la Administración, y no saben dónde demonios archivarla... Por eso, si no se repite la notificación cuando al menos ya hay un contrato fuente, surge el riesgo de que la Administración pague al anterior titular, quedando liberada. Ahora bien, así las cosas, el dramático efecto que perseguía la Sentencia que nos ocupa ha fracasado: no nos impresiona, porque esto no tiene por qué ser una prerrogativa administrativa. Yo reclamo, como empresa, el mismo trato y nadie sensato me lo puede negar. La memoria de una sociedad son sus bases de datos: si el cedente no tiene asignado un nº de proveedor o no tiene un nº de contrato activo, no hay forma de vincular la cesión con un avisador de que se pague al cesionario y, por tanto, el pago al cedente será liberatorio, también para un deudor privado. Sin embargo, si la notificación se repite después del nacimiento de la relación jurídica y la Administración puede registrar con certeza quién es el cesionario, ¿qué más le da -como decíamos antes y como dice también A. Carrasco en este trabajo- pagar a quien procede?

En el mismo sentido, en segundo lugar, está el tema de las excepciones. A ellas se refiere el inciso 2º del propio art. 200.5 LCSP cuando señala lo siguiente: “En todo caso, la Administración podrá oponer frente al cesionario todas las excepciones causales derivadas de la relación contractual”.

Pues bien, si ello significa que la Administración puede oponer las excepciones objetivas que afectan específicamente al derecho de cobro cedido (defectuosa prestación, nulidad, prescripción, pago...), no me impresiona tampoco mucho, pues como vimos esto es de cajón, estemos ante una cesión de créditos futurísimos, futuros o presentes, ya se hagan patentes las excepciones antes o después de la cesión, ya sea el deudor público o privado...

El precepto se torna, empero, menos insulso si entendemos que significa algo más, si interpretamos que la expresión de marras ("todas las excepciones causales derivadas de la relación contractual") comprende cualesquiera excepciones derivadas de la relación subyacente en su conjunto, no sólo las relativas a la prestación generadora del crédito cedido. Si la norma significa esto, me parece muy bien. En una relación contractual duradera, el sinalagma, a mi juicio, debe entenderse entre el conjunto de las prestaciones de un lado y el de las del otro. Aquí sí cobra relevancia lo de que la relación es -en palabras de esta Sentencia- "compleja y dinámica". Por eso, yo esto lo negocio siempre en los contratos de mi empresa con sus contratistas. Por ejemplo, a veces nos vemos obligados a hacer frente a la responsabilidad solidaria por sus deudas, laborales, de Seguridad Social o fiscales y la cláusula establece que se producirá la compensación automática de mi derecho de reembolso con las facturas que yo adeude por trabajos realizados, incluso aunque el plazo de pago de estas facturas no haya vencido. Esto (que es un acuerdo de compensación convencional y automática) vale como antídoto frente a las cesiones anticipadas, evitando que estas capturen al crédito desde que nace y lo entreguen a las garras de los Bancos, pero también frente a cesiones de créditos existentes, ahorrándome la necesidad de apresurarme para efectuar la declaración de compensación... Esta lectura dota de un sentido natural a este inciso 2º, porque el "en todo caso" que lo encabeza sugiere que el legislador empieza pensando en las cesiones super-anticipadas, pero extiende este efecto a cualquier otro supuesto en el que operan excepciones que son, en este sentido amplio, causales....)

Sin embargo, si yo no tengo estas reclamaciones de contrario y me consta con certeza que ha existido una cesión del crédito y en favor de quién, por mucho que esa cesión fuera anticipada o super-anticipada, por supuesto que debo pagar a los cesionarios, faltaría más… Y lo mismo debe hacer la Administración.

A modo de conclusión, ¿cuál es la auténtica especialidad administrativa?

Lo anterior es muy ilustrativo, porque revela lo que de verdad tiene de especial, en este contexto, el Derecho administrativo. Lo que hace éste es robotizar el proceso. Aquello que los particulares estipulamos cuando caemos en ello, como Derecho dispositivo, la Ley lo automatiza, tanto para garantizar el interés general como para ser ecuánime con los administrados. En esta línea hay que interpretar también el precepto en el que la Sentencia basa su argumentación principal, el 198.4 de la Ley de Contratos del Sector Público. La norma dispone que el contratista debe presentar sus facturas a la Administración, la cual dispone de un plazo para dar su conformidad, dictando al efecto un acto administrativo de aprobación de la entrega o servicio. Esto es también la forma habitual de proceder en las relaciones privadas. Significa esta aceptación un reconocimiento público de que el acreedor está satisfecho con el trabajo realizado y no opondrá excepciones al respecto, lo cual facilita la circulación del crédito. La diferencia es que, si no lo estipula el contrato, yo como principal no estoy sujeto a plazos ni deberes tan estrictos, con lo cual le complico la cesión al contratista. A la inversa, si yo -siendo apoderado de mi empresa- doy un visto bueno que está mal dado, vinculo a mi poderdante, mientras que un acto administrativo ilegal sería impugnable. Ahora bien, la diferencia acaba donde acaban sus razones. El Derecho Administrativo fía poco a los pactos y mucho al estatuto, para asegurar que la Administración actúa como un hombre... ¡perdón!, que actúa como una señora prudente y justa, pero no confundamos esta reglamentación de lo disponible con un privilegio que rompe el Derecho necesario. Lo que no puede hacer la Ley administrativa es cambiar principios imperativos que emanan, no sólo de la lógica sino de la Constitución: si pese a todo, antes de que la Administración valide la prestación, el contratista se empeña en ceder el crédito y un cesionario se la juega comprándolo, la Administración tendrá que hacer honor a su deuda ante el cesionario, salvo que en efecto cuente con excepciones legítimas al pago; lo contrario sería poner una traba a la autonomía de la voluntad, a la libertad de tráfico jurídico y al derecho de propiedad, sin justificación razonable.

Lo mismo vale, naturalmente, para el crédito extracontractual. Puedo comprender que no nos guste que aparezcan profesionales de la compra de reclamaciones contra la Administración, típicamente en casos como éste, de acciones contra el Estado legislador. Entonces lo que cabe proponer de lege ferenda es prohibir tales compras específicas o someterlas al régimen de los créditos litigiosos (el deudor se libera pagando el precio de compra más gastos), que hoy no les es aplicable. Pero lo que no tiene sentido es, para afrontar este asunto concreto, dictar una doctrina de efectos generales sobre la base de razones técnicas erróneas. 

[Nota 1] Redactadas estas líneas, releo el señero artículo de Fernando Pantaleón sobre "La cesión de créditos" y veo que tiene una frase lapidaria en el mismo sentido: "una titularidad de un crédito que sea inoponible al deudor es un absurdo lógico". En el original esta frase criticaba la tesis que mantiene que la cesión del crédito no notificada no traslada la propiedad al cesionario y, por ende, no es oponible al deudor. Pantaléon sostiene con razón que la cesión sí tiene ese efecto traslativo. Cuestión distinta es que, mientras no se notifique, el deudor se libere pagando a quien es ante él el acreedor aparente, por un elemental principio de protección de la confianza en la apariencia.


2 comentarios:

  1. Muy interesante, Javier, y muy oportuno. Es además un contraste con lo que pasa en el caso del tráfico de los derechos de reversión expropiatoria en los que, hasta donde mi conocimiento alcanza, se admite la cesión de un “derecho” que como tal puede no haber nacido. En algunos momentos el tráfico de esos derechos ha sido importante ante, por ejemplo, la certeza de que ciertas obras públicas en las que ya se había expropiado no se iban a materializar.

    Muchas gracias por ponernos en esta pista que es, sin duda, de utilidad.

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    1. Gracias, Javier, apuntas precisamente lo que se me había olvidado: en el post me dedico a rebatir que es el crédito extracontractual (aunque la Administración no lo haya "verificado") sea una mera "expectativa de derecho", pero lo que tendría que haber añadido es que nada obsta a la transmisión de las meras expectativas, ni a su validez, ni a su plena eficacia. Otra cosa es que naturalmente el cedente solo puede ceder lo que tiene: si tiene una mera expectativa, vende "humo", es en realidad un contrato aleatorio (figura por cierto perfectamente legítima); si vende un derecho que no ha sido certificado como válido por el deudor, pues eso es lo que vende y por tanto el comprador se arriesga a padecer excepciones. Pero si la expectativa se materializa en derecho y el deudor no cuenta con excepciones legítimas, debe pagar, sea privado o público, sin que pueda darle con la puerta en las narices al cesionario por el mero hecho de que adquirió cuando el derecho estaba en ciernes o sin consultarle sobre su legitimidad.

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