A mí no me cabe duda de que alguna amnistía cabe en la Constitución española.
Cabe en su letra, porque su texto solo prohíbe las medidas de gracia generales si vienen del Gobierno (el art. 62 prohíbe los “indultos” generales) y de hecho implícitamente admite las procedentes del Parlamento, en forma de Ley (el art. 87.3 prohíbe en relación con las mismas la iniciativa popular, luego implícitamente se admite otro tipo de iniciativa). Así nos lo recordaba recientemente Paz-Ares, en su artículo sobre Las falacias de la amnistía.
En cuanto al espíritu del texto fundamental, es verdad que el perdón general de unos delitos atenta contra los bienes jurídicos que se pretende proteger tipificándolos. En este caso, para más inri, los delitos que ahora se condonarían afectan al propio orden constitucional, lo cual no es moco de pavo. No obstante, la doctrina y el Tribunal Constitucional ("TC") aceptan que ningún bien jurídico es absoluto: todos pueden recortarse siempre que las medidas de poda pasen el consabido test de proporcionalidad: cumplir un fin legítimo y ser adecuadas (servir de verdad para promoverlo), necesarias (no han de existir otras menos gravosas) y proporcionales stricto sensu (no deben causar un mal mayor que el bien perseguido). Además, cada uno de estos elementos está teñido de subjetividad (qué es un fin legítimo, qué lo favorece y qué es inútil, conforme a qué baremo se juzga que el daño generado es inferior al bien que se busca…), siendo así que el TC reconoce al Parlamento, por la legitimidad democrática de la que goza, la prerrogativa de efectuar esas interpretaciones con una libertad que, si no es omnímoda, es al menos muy amplia.
Aplicando esta doctrina al caso que nos ocupa, vemos que el fin con el que se justifica por sus partidarios esta concreta amnistía es que serviría para resolver o al menos coadyuvaría a la resolución de un conflicto político enquistado, lo que a la postre sería bueno para el orden constitucional. Ciertamente, esto se condice poco con el hecho de que los beneficiarios de la medida no solo proclaman que van a seguir persiguiendo su objetivo de independencia (algo que en sí es inobjetable y encaja en una Constitución democrática), sino que no descartan hacerlo por cualquier medio, incluidos los delictivos que motivaron las condenas que ahora se perdonan. Se argumenta de todas formas que la amnistía abrirá una nueva etapa y otro clima de relaciones, más basado en el diálogo que en la confrontación…
Como, en efecto, al legislador hay que reconocerle un amplio margen de apreciación y como, yo personalmente, soy amigo de la concordia, voy a asumir en el razonamiento que eso sea así. Aprovecho, por cierto, para lamentar la poca cintura con la que desde las filas de los partidos conservadores se maneja esta cuestión. Ya me pronuncié aquí en contra de lo de mandar a la policía a forcejear con los ciudadanos con las urnas de paisaje fondo, cuando habría sido tan fácil ser astutos y dejar que los nacionalistas se contaran entre sí, como un ejercicio de libertad de expresión, legítimo pero irrelevante. La política del PP y VOX, lamentablemente, es la de exaltar cada vez más a sus fieles, como si eso les hiciera ganar adhesiones de terceros. Por eso, han vuelto a ser derrotados en las últimas elecciones: por mucho que el PP se empeñe en resaltar que es la lista más votada, no ha aunado la mayoría necesaria para formar gobierno, porque no ha sido capaz de atraer a suficientes electores nuevos. Y, ante este fracaso, la vía alternativa (hacer afirmaciones apocalípticas sobre que se está instaurando una dictadura, cuasi apelando a la desobediencia civil) es impropia de partidos que se proclaman de orden… Hoy por hoy el cauce adecuado para reaccionar frente a una Ley que se reputa ilegítima, por afectar al Estado de Derecho, es el del Estado de Derecho: que impugnen la Ley las partes legitimadas para ello y confiemos en que el TC, sí, ejerza su competencia de forma justa. No digo yo que, si la cosa se pusiera más fea, no habría que lanzarse a las barricadas, pero no estamos ahí todavía... (Otra cosa son las tonterías del lawfare y similares escritas por PSOE y JPC en su pacto de investidura: son políticamente lamentables y denotan las bajezas que son capaces de aceptar los políticos con tal de acceder al poder, pero carecen de valor jurídico.)
Volviendo pues al razonamiento jurídico, habíamos hecho un ejercicio de generosidad, asumiendo que la amnistía que se nos propone tenga un fin legítimo y sea un medio proporcional para promoverlo. Ya sé que eso es mucho asumir, pero lo hago a efectos dialécticos y para el caso (más o menos improbable) de que el TC compre ese argumento. Pese a todo, esta amnistía seguiría padeciendo de un defecto que la hace infumable. Es el hecho de que, en la práctica, como se ha reconocido expresamente desde las filas socialistas, la Ley no se promulga por el motivo antes apuntado (desactivar el problema catalán con un acto de concordia), sino por otro más rastrero, que es el de utilizarla cual moneda de cambio para la investidura. Y se podrá discutir mucho sobre cuál es el fundamento por el que se otorga al Parlamento la facultad de conceder amnistías, mas sin duda no lo es concitar una mayoría parlamentaria que aúpe a un gobierno en detrimento de otro, por mucho que, como se ha escrito, aquella mayoría tenga su mirada limpia y guapa fijada con éxtasis en un futuro de progreso…
Pues bien, este feo vicio, el de ejercitar una potestad para un fin distinto del que justifica su atribución, se denomina desviación de poder y, si habláramos de un acto administrativo, lo haría anulable (art. 106.1 de la Constitución y 48.1 de la LPAC). Hemos visto recientemente un ejemplo de ello cuando el TS ha anulado el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de sala: el Tribunal viene a decir que el nombramiento no se basó en razones de mérito, sino en una voluntad política; ojo: no dice que la designada no tuviera mérito, sino que quien la designó no se guió porque lo tuviera... Y en principio este modo de razonar es impecable.
Lamentablemente, sin embargo, que la desviación de poder sea un instrumento válido de control de las leyes no está claro. Es más: incluso si el acto procede del Gobierno, se pueden anular por este motivo los actos administrativos discrecionales (que deben ser motivados ex art. 35.1 de la LPAC para, entre otras cosas, que se pueda comprobar si los animan los fines correctos), pero la doctrina tradicional es que los actos políticos (como una ruptura de relaciones diplomáticas y cosas parecidas, entras las que se listan los propios actos de indulto) no son anulables por esta causa (de forma que ni siquiera sería preciso aportar sus razones).
Mas yo creo que esa doctrina tradicional debe ser matizada. Siempre que el acto de que se trate (por político que sea y ya proceda del Gobierno o del Parlamento) trastea con valores fundamentales, nadie duda de que está sujeto a límites sustantivos y entonces debe respetar también otros que podríamos llamar de due process (proceso o protocolo que trata de asegurar la bondad en la toma de la decisión), aunque sea con menor ritualismo. Una cosa es que no se necesiten dos páginas de razones y otra que pueda proclamar el autor de la medida, y quedarse tan pancho, que el motivo por el que la adopta es de interés privado y, por ende, espurio. En esta línea, el TS ha anulado algún indulto (como en el caso famoso de un kamikaze, causante de una muerte), precisamente porque no aparecía por ninguna parte ni nadie consiguió adivinar cuál razón de política criminal, mejor o peor, podía inspirar tan singular medida. Algo así he defendido también en este artículo en relación con los decretos leyes que han impuesto, sin indemnización, un tope a la actualización de la renta de los alquileres de vivienda: todo hace sospechar que la ausencia de compensación no se decidió por ninguna razón legítima, sino porque los propietarios afectados eran menos y débiles y los arrendatarios beneficiados muchos y con peso electoral... Y es que la prerrogativa de decidir libremente se concede a un órgano para que la ejerza de buena fe, no para que se fume un puro con ella y se burle de todos, empleándola, descaradamente, para provecho propio.
Pese a todo, estoy dispuesto a ser aún más indulgente con la postura pro-amnistía y a brindar a sus partidarios un apoyo técnico para mejorar su posición. Un apoyo que nunca me agradecerán, porque no se enterarán de mi propuesta, pero se lo dono con gusto.
La propuesta consiste en que, a diferencia de lo que sucede con los actos administrativos aquejados de desviación de poder, los cuales simplemente se anulan, los actos políticos que padecen el mismo defecto se deben presumir anulables, pero solo iuris tantum, esto es, con posibilidad de prueba en contrario, a aportar por los defensores de la medida, en el sentido de que ésta sí es un medio apto y proporcional para conseguir el fin legitimo de resolver el problema del independentismo catalán, trayendo al redil a los alborotadores.
La idea se puede fundar y vestir de seda mediante una analogía con el enfoque del derecho mercantil, cuando se enfrenta al problema de los socios o administradores que votan con conflicto de interés. Es curioso que hace un par de años escribí un artículo sobre este tema (véase aquí) y, ya publicado, le comenté a un profesor de la disciplina que yo había utilizado en mi escrito, por analogía, conceptos del derecho administrativo. En su frente vi escrita la palabra ”anatema” y me recomendó algo parecido a los físicos cuando les doy guerra en los foros: que me dejara de analogías y aprendiera mercantil. No sé entonces si le consolaría constatar que la analogía, como los corazones según Jardiel Poncela, tiene y freno y marcha atrás, de forma que también puede viajar del mercantil al constitucional. Esto es algo normal: los anglosajones dicen que franquear el puente entre dos disciplinas tiene efectos fecundos para ambas y para referirse a ello han parido uno de sus graciosos gerundios: hablan de hacer cross-fertilizing.
Practicando este sano deporte, sugiero, en efecto, atender a lo que dispone la Ley de Sociedades de Capital ("LSC") sobre los conflictos de intereses que afectan a socios y administradores.
Si el que vota es un miembro del órgano de administración, que tiene un interés personal en la materia (por ejemplo, la sociedad vende una casa que él quiere comprar), el art. 228 de la LSC le obliga a abstenerse. Esta es la forma más automática de resolver semejante tipo de situaciones: el mero riesgo de que el administrador vote mal, cegado por su interés personal, se zanja cortando por lo sano (prohibiéndole votar).
Si, en cambio, quien vota es un socio, en el seno de la junta general, el art. 190 LSC distingue según el tipo de conflicto: según el apartado 1º del precepto, el socio está sujeto también a un deber de abstención cuando en la junta se debaten temas que afecten a sus intereses egoístas (una lista tasada de supuestos, como la autorización para vender sus acciones o participaciones), pero el apartado 3º, para los demás casos de conflicto de intereses, establece otra solución, la de inversión de la carga de la prueba (si se impugna el acuerdo, corresponde acreditar la conformidad del mismo al interés social a la propia la sociedad o al socio afectado). Esto es una solución más matizada, pues no se impide al sujeto votar solo porque sus circunstancias hagan sospechar que puede actuar de forma parcial, sino que se abre la discusión sobre si en verdad su conflicto vicia o no su propuesta de fondo.
Tal diferencia de trato (entre socios y administradores) se puede justificar de la siguiente forma. El interés social admite muchas lecturas. Para unos, será obligado expandir el negocio, mientras que para otros habrá que circunscribirlo a sus esencias… Y quien es soberano para elegir entre una u otra visión es quien más dinero se juegue, porque ostenta la mayoría del capital social. En muchos casos, ese socio mayoritario estará activo en el mismo negocio de la Compañía y querrá integrarla con su propio grupo; por ejemplo, imponiendo la venta conjunta de los productos de matriz y filial o la gestión conjunta de los recursos financieros. Esto es una operación vinculada en la que la matriz tiene un interés (así elimina la competencia de la filial, se aprovecha de los recursos financieros de esta pagando menos interés...), pero puede aducir y probar que ello redunda en provecho de la filial (también esta elimina la competencia de la matriz, las dos juntas son más sólidas financieramente…). Es natural, por tanto, que se le permita aportar esta prueba, pues en caso contrario (si aplicáramos a rajatabla el deber de abstención) estaríamos entregando el gobierno de la sociedad al minoritario. No pasa lo mismo con los administradores, que no tienen participación en el negocio y cuyos intereses personales no tienen esa segunda faz y son puramente egoístas, salvo que precisamente (como acaba de reconocer la redacción dada al art. 231 bis.2 de la LSC por la Ley 5/2021) su conflicto de intereses consista en que sean socios o representantes de un socio, en situaciones semejantes.
Pues bien, si trasladamos este esquema al problema que nos ocupa, se consigue una linda analogía, donde luce con todo su esplendor la idea, que comento en mi Blog más generalista, sobre la necesidad de comparar, no elementos aislados, sino estructuras, esto es, series de elementos interrelacionados, en forma que asegura el cumplimiento del objetivo práctico de la norma:
· Tenemos un sujeto (el socio mayoritario de la mercantil; el grupo parlamentario socialista) que obtiene un beneficio propio (el de la operación vinculada; el de acceder al gobierno de la nación, respectivamente).
· En cuanto al interés que se puede ver dañado a causa de ese provecho privado, su significado no es unívoco, pues caben diversas concepciones (visiones empresariales; ideologías) sobre cómo se satisface el bien corporativo o el interés del país.
· Para efectuar esa definición del interés común, el sujeto goza de una cierta legitimidad (que le da su inversión económica o el número de escaños que ha obtenido junto con sus aliados).
· El sujeto afirma que su provecho particular redunda en beneficio colectivo (verbigracia, filial y matriz venderán más caros sus productos al hacerlo juntas; España se beneficiará de ganar un Gobierno guapo y dialogante, en cuyas aguas el problema catalán se disolvería como un azucarillo…).
· Pese a todo, el provecho personal tiñe la propuesta de sospecha y atribuye al sujeto de marras la carga de alegar y probar ese beneficio colectivo, si es que se impugna el acto correspondiente (el acuerdo social; la Ley de Amnistía).
¿Y cuándo habría que efectuar ese juicio? ¿Ha de ser un juicio a futuro o probabilístico o puede basarse en hechos ya acaecidos? Los plazos cortos de impugnación de los acuerdos sociales obligan a juzgar relativamente pronto, de modo que el juicio habrá de ser hipotético. En el caso de una ley, el TC puede ser llamado a decidir por el recurso directo, que también tiene un plazo corto de interposición, o por el indirecto de la cuestión de inconstitucionalidad, que no lo tiene. En todo caso, el Tribunal, una vez interpuesto recurso o cuestión, puede tomarse su tiempo para dictar sentencia. Recordemos que la sentencia sobre la Ley del aborto tardó en dictarse ¡13 años!
Yo sugeriría que aquí también el TC se lo tome con calma a la hora de dictar sentencia sobre el recurso que sin duda será interpuesto. Y esto precisamente porque el planteamiento técnico correcto es el que aquí defiendo: que la amnistía, aunque se haya dictado por un motivo espurio, no es automáticamente nula, sino que todo depende de cómo evolucionen las cosas y de lo que a la postre hagan los pillos amnistiados. De esta forma, saldrían de la cárcel, pero pendería sobre ellos la permanente amenaza, de que, si vuelven a las andadas, se dictará esa sentencia de anulación de la Ley de Amnistía que les devolverá a la trena.