miércoles, 6 de diciembre de 2023

La amnistía como desviación de poder, según el derecho mercantil



A mí no me cabe duda de que alguna amnistía cabe en la Constitución española.

Cabe en su letra, porque su texto solo prohíbe las medidas de gracia generales si vienen del Gobierno (el art. 62 prohíbe los “indultos” generales) y de hecho implícitamente admite las procedentes del Parlamento, en forma de Ley (el art. 87.3 prohíbe en relación con las mismas la iniciativa popular, luego implícitamente se admite otro tipo de iniciativa). Así nos lo recordaba recientemente Paz-Ares, en su artículo sobre Las falacias de la amnistía.

En cuanto al espíritu del texto fundamental, es verdad que el perdón general de unos delitos atenta contra los bienes jurídicos que se pretende proteger tipificándolos. En este caso, para más inri, los delitos que ahora se condonarían afectan al propio orden constitucional, lo cual no es moco de pavo. No obstante, la doctrina y el Tribunal Constitucional ("TC") aceptan que ningún bien jurídico es absoluto: todos pueden recortarse siempre que las medidas de poda pasen el consabido test de proporcionalidad: cumplir un fin legítimo y ser adecuadas (servir de verdad para promoverlo), necesarias (no han de existir otras menos gravosas) y proporcionales stricto sensu (no deben causar un mal mayor que el bien perseguido). Además, cada uno de estos elementos está teñido de subjetividad (qué es un fin legítimo, qué lo favorece y qué es inútil, conforme a qué baremo se juzga que el daño generado es inferior al bien que se busca…), siendo así que el TC reconoce al Parlamento, por la legitimidad democrática de la que goza, la prerrogativa de efectuar esas interpretaciones con una libertad que, si no es omnímoda, es al menos muy amplia.

Aplicando esta doctrina al caso que nos ocupa, vemos que el fin con el que se justifica por sus partidarios esta concreta amnistía es que serviría para resolver o al menos coadyuvaría a la resolución de un conflicto político enquistado, lo que a la postre sería bueno para el orden constitucional. Ciertamente, esto se condice poco con el hecho de que los beneficiarios de la medida no solo proclaman que van a seguir persiguiendo su objetivo de independencia (algo que en sí es inobjetable y encaja en una Constitución democrática), sino que no descartan hacerlo por cualquier medio, incluidos los delictivos que motivaron las condenas que ahora se perdonan. Se argumenta de todas formas que la amnistía abrirá una nueva etapa y otro clima de relaciones, más basado en el diálogo que en la confrontación…

Como, en efecto, al legislador hay que reconocerle un amplio margen de apreciación y como, yo personalmente, soy amigo de la concordia, voy a asumir en el razonamiento que eso sea así. Aprovecho, por cierto, para lamentar la poca cintura con la que desde las filas de los partidos conservadores se maneja esta cuestión. Ya me pronuncié aquí en contra de lo de mandar a la policía a forcejear con los ciudadanos con las urnas de paisaje fondo, cuando habría sido tan fácil ser astutos y dejar que los nacionalistas se contaran entre sí, como un ejercicio de libertad de expresión, legítimo pero irrelevante. La política del PP y VOX, lamentablemente, es la de exaltar cada vez más a sus fieles, como si eso les hiciera ganar adhesiones de terceros. Por eso, han vuelto a ser derrotados en las últimas elecciones: por mucho que el PP se empeñe en resaltar que es la lista más votada, no ha aunado la mayoría necesaria para formar gobierno, porque no ha sido capaz de atraer a suficientes electores nuevos. Y, ante este fracaso, la vía alternativa (hacer afirmaciones apocalípticas sobre que se está instaurando una dictadura, cuasi apelando a la desobediencia civil) es impropia de partidos que se proclaman de orden… Hoy por hoy el cauce adecuado para reaccionar frente a una Ley que se reputa ilegítima, por afectar al Estado de Derecho, es el del Estado de Derecho: que impugnen la Ley las partes legitimadas para ello y confiemos en que el TC, sí, ejerza su competencia de forma justa. No digo yo que, si la cosa se pusiera más fea, no habría que lanzarse a las barricadas, pero no estamos ahí todavía... (Otra cosa son las tonterías del lawfare y similares escritas por PSOE y JPC en su pacto de investidura: son políticamente lamentables y denotan las bajezas que son capaces de aceptar los políticos con tal de acceder al poder, pero carecen de valor jurídico.)

Volviendo pues al razonamiento jurídico, habíamos hecho un ejercicio de generosidad, asumiendo que la amnistía que se nos propone tenga un fin legítimo y sea un medio proporcional para promoverlo. Ya sé que eso es mucho asumir, pero lo hago a  efectos dialécticos y para el caso (más o menos improbable) de que el TC compre ese argumento. Pese a todo, esta amnistía seguiría padeciendo de un defecto que la hace infumable. Es el hecho de que, en la práctica, como se ha reconocido expresamente desde las filas socialistas, la Ley no se promulga por el motivo antes apuntado (desactivar el problema catalán con un acto de concordia), sino por otro más rastrero, que es el de utilizarla cual moneda de cambio para la investidura. Y se podrá discutir mucho sobre cuál es el fundamento por el que se otorga al Parlamento la facultad de conceder amnistías, mas sin duda no lo es concitar una mayoría parlamentaria que aúpe a un gobierno en detrimento de otro, por mucho que, como se ha escrito, aquella mayoría tenga su mirada limpia y guapa fijada con éxtasis en un futuro de progreso…

Pues bien, este feo vicio, el de ejercitar una potestad para un fin distinto del que justifica su atribución, se denomina desviación de poder y, si habláramos de un acto administrativo, lo haría anulable (art. 106.1 de la Constitución y 48.1 de la LPAC). Hemos visto recientemente un ejemplo de ello cuando el TS ha anulado el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de sala: el Tribunal viene a decir que el nombramiento no se basó en razones de mérito, sino en una voluntad política; ojo: no dice que la designada no tuviera mérito, sino que quien la designó no se guió porque lo tuviera... Y en principio este modo de razonar es impecable.

Lamentablemente, sin embargo, que la desviación de poder sea un instrumento válido de control de las leyes no está claro. Es más: incluso si el acto procede del Gobierno, se pueden anular por este motivo los actos administrativos discrecionales (que deben ser motivados ex art. 35.1 de la LPAC para, entre otras cosas, que se pueda comprobar si los animan los fines correctos), pero la doctrina tradicional es que los actos políticos (como una ruptura de relaciones diplomáticas y cosas parecidas, entras las que se listan los propios actos de indulto) no son anulables por esta causa (de forma que ni siquiera sería preciso aportar sus razones).

Mas yo creo que esa doctrina tradicional debe ser matizada. Siempre que el acto de que se trate (por político que sea y ya proceda del Gobierno o del Parlamento) trastea con valores fundamentales, nadie duda de que está sujeto a límites sustantivos y entonces debe respetar también otros que podríamos llamar de due process (proceso o protocolo que trata de asegurar la bondad en la toma de la decisión), aunque sea con menor ritualismo. Una cosa es que no se necesiten dos páginas de razones y otra que pueda proclamar el autor de la medida, y quedarse tan pancho, que el motivo por el que la adopta es de interés privado y, por ende, espurio. En esta línea, el TS ha anulado algún indulto (como en el caso famoso de un kamikaze, causante de una muerte), precisamente porque no aparecía por ninguna parte ni nadie consiguió adivinar cuál razón de política criminal, mejor o peor, podía inspirar tan singular medida. Algo así he defendido también en este artículo en relación con los decretos leyes que han impuesto, sin indemnización, un tope a la actualización de la renta de los alquileres de vivienda: todo hace sospechar que la ausencia de compensación no se decidió por ninguna razón legítima, sino porque los propietarios afectados eran menos y débiles y los arrendatarios beneficiados muchos y con peso electoral... Y es que la prerrogativa de decidir libremente se concede a un órgano para que la ejerza de buena fe, no para que se fume un puro con ella y se burle de todos, empleándola, descaradamente, para provecho propio.

Pese a todo, estoy dispuesto a ser aún más indulgente con la postura pro-amnistía y a brindar a sus partidarios un apoyo técnico para mejorar su posición. Un apoyo que nunca me agradecerán, porque no se enterarán de mi propuesta, pero se lo dono con gusto.

La propuesta consiste en que, a diferencia de lo que sucede con los actos administrativos aquejados de desviación de poder, los cuales simplemente se anulan, los actos políticos que padecen el mismo defecto se deben presumir anulables, pero solo iuris tantum, esto es, con posibilidad de prueba en contrario, a aportar por los defensores de la medida, en el sentido de que ésta sí es un medio apto y proporcional para conseguir el fin legitimo de resolver el problema del independentismo catalán, trayendo al redil a los alborotadores.

La idea se puede fundar y vestir de seda mediante una analogía con el enfoque del derecho mercantil, cuando se enfrenta al problema de los socios o administradores que votan con conflicto de interés. Es curioso que hace un par de años escribí un artículo sobre este tema (véase aquí) y, ya publicado, le comenté a un profesor de la disciplina que yo había utilizado en mi escrito, por analogía, conceptos del derecho administrativo. En su frente vi escrita la palabra ”anatema” y me recomendó algo parecido a los físicos cuando les doy guerra en los foros: que me dejara de analogías y aprendiera mercantil. No sé entonces si le consolaría constatar que la analogía, como los corazones según Jardiel Poncela, tiene y freno y marcha atrás, de forma que también puede viajar del mercantil al constitucional. Esto es algo normal: los anglosajones dicen que franquear el puente entre dos disciplinas tiene efectos fecundos para ambas y para referirse a ello han parido uno de sus graciosos gerundios: hablan de hacer cross-fertilizing.

Practicando este sano deporte, sugiero, en efecto, atender a lo que dispone la Ley de Sociedades de Capital ("LSC") sobre los conflictos de intereses que afectan a socios y administradores.

Si el que vota es un miembro del órgano de administración, que tiene un interés personal en la materia (por ejemplo, la sociedad vende una casa que él quiere comprar), el art. 228 de la LSC le obliga a abstenerse. Esta es la forma más automática de resolver semejante tipo de situaciones: el mero riesgo de que el administrador vote mal, cegado por su interés personal, se zanja cortando por lo sano (prohibiéndole votar).

Si, en cambio, quien vota es un socio, en el seno de la junta general, el art. 190 LSC distingue según el tipo de conflicto: según el apartado 1º del precepto, el socio está sujeto también a un deber de abstención cuando en la junta se debaten temas que afecten a sus intereses egoístas (una lista tasada de supuestos, como la autorización para vender sus acciones o participaciones), pero el apartado 3º,  para los demás casos de conflicto de intereses, establece otra solución, la de inversión de la carga de la prueba (si se impugna el acuerdo, corresponde acreditar la conformidad del mismo al interés social a la propia la sociedad o al socio afectado). Esto es una solución más matizada, pues no se impide al sujeto votar solo porque sus circunstancias hagan sospechar que puede actuar de forma parcial, sino que se abre la discusión sobre si en verdad su conflicto vicia o no su propuesta de fondo.

Tal diferencia de trato (entre socios y administradores) se puede justificar de la siguiente forma. El interés social admite muchas lecturas. Para unos, será obligado expandir el negocio, mientras que para otros habrá que circunscribirlo a sus esencias… Y quien es soberano para elegir entre una u otra visión es quien más dinero se juegue, porque ostenta la mayoría del capital social. En muchos casos, ese socio mayoritario estará activo en el mismo negocio de la Compañía y querrá integrarla con su propio grupo; por ejemplo, imponiendo la venta conjunta de los productos de matriz y filial o la gestión conjunta de los recursos financieros. Esto es una operación vinculada en la que la matriz tiene un interés (así elimina la competencia de la filial, se aprovecha de los recursos financieros de esta pagando menos interés...), pero puede aducir y probar que ello redunda en provecho de la filial (también esta elimina la competencia de la matriz, las dos juntas son más sólidas financieramente…). Es natural, por tanto, que se le permita aportar esta prueba, pues en caso contrario (si aplicáramos a rajatabla el deber de abstención) estaríamos entregando el gobierno de la sociedad al minoritario. No pasa lo mismo con los administradores, que no tienen participación en el negocio y cuyos intereses personales no tienen esa segunda faz y son puramente egoístas, salvo que precisamente (como acaba de reconocer la redacción dada al art. 231 bis.2 de la LSC por la Ley 5/2021) su conflicto de intereses consista en que sean socios o representantes de un socio, en situaciones semejantes.

Pues bien, si trasladamos este esquema al problema que nos ocupa, se consigue una linda analogía, donde luce con todo su esplendor la idea, que comento en mi Blog más generalista, sobre la necesidad de comparar, no elementos aislados, sino estructuras, esto es, series de elementos interrelacionados, en forma que asegura el cumplimiento del objetivo práctico de la norma:

·         Tenemos un sujeto (el socio mayoritario de la mercantil; el grupo parlamentario socialista) que obtiene un beneficio propio (el de la operación vinculada; el de acceder al gobierno de la nación, respectivamente).

·         En cuanto al interés que se puede ver dañado a causa de ese provecho privado, su significado no es unívoco, pues caben diversas concepciones (visiones empresariales; ideologías) sobre cómo se satisface el bien corporativo o el interés del país.

·         Para efectuar esa definición del interés común, el sujeto goza de una cierta legitimidad (que le da su inversión económica o el número de escaños que ha obtenido junto con sus aliados).

·         El sujeto afirma que su provecho particular redunda en beneficio colectivo (verbigracia, filial y matriz venderán más caros sus productos al hacerlo juntas; España se beneficiará de ganar un Gobierno guapo y dialogante, en cuyas aguas el problema catalán se disolvería como un azucarillo…).

·         Pese a todo, el provecho personal tiñe la propuesta de sospecha y atribuye al sujeto de marras la carga de alegar y probar ese beneficio colectivo, si es que se impugna el acto correspondiente (el acuerdo social; la Ley de Amnistía).

¿Y cuándo habría que efectuar ese juicio? ¿Ha de ser un juicio a futuro o probabilístico o puede basarse en hechos ya acaecidos? Los plazos cortos de impugnación de los acuerdos sociales obligan a juzgar relativamente pronto, de modo que el juicio habrá de ser hipotético. En el caso de una ley, el TC puede ser llamado a decidir por el recurso directo, que también tiene un plazo corto de interposición, o por el indirecto de la cuestión de inconstitucionalidad, que no lo tiene. En todo caso, el Tribunal, una vez interpuesto recurso o cuestión, puede tomarse su tiempo para dictar sentencia. Recordemos que la sentencia sobre la Ley del aborto tardó en dictarse ¡13 años!

Yo sugeriría que aquí también el TC se lo tome con calma a la hora de dictar sentencia sobre el recurso que sin duda será interpuesto. Y esto precisamente porque el planteamiento técnico correcto es el que aquí defiendo: que la amnistía, aunque se haya dictado por un motivo espurio, no es automáticamente nula, sino que todo depende de cómo evolucionen las cosas y de lo que a la postre hagan los pillos amnistiados. De esta forma, saldrían de la cárcel, pero pendería sobre ellos la permanente amenaza, de que, si vuelven a las andadas, se dictará esa sentencia de anulación de la Ley de Amnistía que les devolverá a la trena.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Pactos parasociales: de la cuántica a la relatividad

Resumo aquí el trabajo que he publicado en la Revista del CEF, “Validez y eficacia de los pactos parasociales: un enfoque sistemático”, aunque con un tono más desenfadado y aclarando alguna cosa. En este mi otro Blog sobre lo divino y lo humano, hago esto mismo, pero añadiendo argumentos basados en la teoría de grupos (lo cual, en realidad, no es más que decir: explicando cómo funcionan las analogías que he empleado, si bien con una terminología más rumbosa).  Y es que, en efecto, el hilo conductor del artículo es la analogía con el Derecho Civil (Contractual y Patrimonial), si bien la argumentación tiene un paso previo, que es darle su justa intervención a un principio, el de relatividad de los contratos (art. 1257 I CC), del que a veces se hace un uso, en mi opinión, desmesurado. 

En particular, me apoyo mucho, sobre todo en este resumen y a menudo para discrepar de las opiniones del profesor Paz-Ares y también del profesor Alfaro, si bien lo hago desde el respeto y admiración y de hecho me lo permito sólo porque juego con la ventaja de apoyarme en sus hombros, ¡sin duda -como dijo Newton- de gigantes! 

El paradigma del profesor Paz-Ares: una cuestión no discreta sino gradual

En un primer momento se dijo: esos pactos “reservados”, los parasociales, son nulos (cfr. art. 6 de la vieja LSA). Frente a ello, Paz-Ares apuntó aquí que la materia no es una cuestión “discreta”, sino “de grado”, en cuanto “no reclama una respuesta tajante: sí o no, todo o nada”, sino que depende de un juicio caso por caso sobre si el pacto relevante pasa el test de validez oportuno. ¿Y cuál es éste? También se dijo: lo son las numerosas normas imperativas del Derecho societario. Y de nuevo esto lo ha combatido con éxito Paz-Ares: las disposiciones societarias tienen su razón de ser en la seguridad del tráfico (son paquetes estándar que permiten a los adquirentes de acciones o participaciones comprar con agilidad, sabiendo que no les vincularán reglas sorpresivas, que no era dable esperar para el tipo social en el que ingresan) y, por eso, su ámbito de aplicación son los estatutos sociales (que constituyen, en efecto, una suerte de norma que vincula a los terceros adquirentes) y no los pactos parasociales (que, como manda el art. 1257 I CC y recuerda el 29 LSC, solo vinculan a sus firmantes, no a los demás socios, ni a la sociedad, ni a ningún tercero). Descartado que el parámetro de validez de los pactos parasociales venga constituido por esas normas “tipológicas”, Paz-Ares apunta que aquel se cifra, exclusivamente, en lo que denomina reglas “sustantivas”: los límites a la autonomía de la voluntad del art. 1255 CC, que identifica con “valores fundamentales del ordenamiento privado”, como los que prohíben la usura o vedan excluir la responsabilidad por dolo.

So far, so good, básicamente, salvo por unas discrepancias terminológicas, que están ligadas a una cuestión de fondo.

La primera matización es menos trascendente, solo de selección del término adecuado. “Discreto” significa en puridad “separado”, como opuesto de lo “continuo”. En física se dice así que hay magnitudes continuas, porque admiten todos los valores (de forma que un valor siempre se puede acercar más y más al contiguo) y otras discretas, porque avanzan a saltos o por escalones (como la energía que puede absorber un átomo, que es un quantum mínimo o múltiplos del mismo). Yo diría más bien que la cuestión no admite una solución “maximalista”.

En cuanto a que la respuesta sea “gradual”, con ello parece que se quiere remachar que el pacto parasocial solo debe cumplir las normas de “más alto grado”, las fundamentales del ordenamiento, que etiqueta Paz-Ares como “sustantivas”. A esto se suele añadir que estos pactos instituyen una sociedad interna entre sus firmantes, por lo que deben respetar también las normas imperativas de la sociedad civil, si es que hay alguna (más allá de la prohibición del pacto leonino ex art. 1691 CC). Esto ya me preocupa más, pues viene a suponer que el Derecho societario hace un ostensible mutis por el foro como parámetro de validez,  aprovechando lo cual parece que el art. 1257 I CC se convierta en panacea de todos los problemas. En este sentido, normalmente se invoca ese precepto para consentir la eficacia ad intra del pacto parasocial, pero negarle todo efecto ad extra. Ello salvo en un caso particular, en el que Paz-Ares (vid. aquí) ataja la eficacia interna estos acuerdos (propone su nulidad) por una supuesta violación del art. 1257 I CC: estima que los pactos que consisten en instrucciones a los administradores son nulos per se, con independencia de su contenido, precisamente porque de alguna forma (el símil es mío) secuestran al piloto de la nave social, convirtiéndose en vinculantes para la sociedad; este proceder solo sería legítimo si tal influencia se produjera a través del cauce “oficial” que contemplaría el propio contrato social, que serían las instrucciones dimanantes de la Junta general ex art. 161 LSC. Con ello concuerda aquí Alfaro.

Paradigma alternativo: una cuestión relativa

El paradigma alternativo que propongo exige, antes de nada y siguiendo en cierto modo a IHERING, distinguir entre los efectos obligacionales y los efectos de facto del contrato. El art. 1257 I CC solo se refiere a los primeros y dice una obviedad, que -eso sí- es inexorable: la voluntad de las partes puede crear una ley allí donde no existía antes y con amplia libertad, si bien solo entre las partes que manifiestan esa voluntad. En eso consiste el carácter de negocio jurídico que tiene el contrato. Pero éste es también un hecho jurídico y como tal proyecta su sombra sobre terceros, ya sea de forma deliberada  o accidental. A partir de aquí, si esa influencia fáctica se debe o no tolerar es una cuestión que corresponde a la Ley valorar, sin ningún prejuicio automático ni a favor ni en contra. El legislador debe ponderar los derechos e intereses de las partes en conflicto y decidir si protege o erradica tales inmisiones “contractuales”, que no dejan de ser al fin y al cabo una modalidad de inmisiones “materiales”. De este modo, a veces el tercero tendrá que aguantarse y tragar ese humo jurídico; en otras bastará con reconocer que no tiene obligación de respirarlo; en su caso, puede reputarse ilegal la inmisión, pero la controversia se resolverá con una reparación económica; por fin, en los casos más graves se querrá cegar la fuente de las inmisiones, declarando la nulidad del contrato del que emanan. Naturalmente, este juicio es siempre “sustantivo”, aunque por supuesto pueda haber reglas procedimentales que tratan de asegurar un resultado justo en cuanto al fondo.

Aplicando esto al pacto parasocial, resulta que estamos ante un acuerdo cuyo objetivo es precisamente influir en el contrato social. Es un pacto ”para-lo-social”, uno que busca desplegar su eficacia empírica sobre las relaciones societarias. Pero esto no es de antemano ni bueno ni malo. Habrá que hacer una ponderación entre el interés de las partes y los distintos bienes jurídicos en juego.

Así las cosas, yo diría que la cuestión de la validez de los pactos parasociales, más que “gradual”, es -a la Einstein- “relativa”. El parámetro de validez cambia en función de qué sujeto mide y de la entidad del bien jurídico que esgrime: si pertenece a los propios socios firmantes del pacto, si es de socios terceros (presentes o futuros), si el dueño son otros stakeholders o lo es la propia sociedad. Como se puede apreciar, de esta forma hemos ampliado radicalmente el parámetro de validez: lo que llamaba Paz-Ares los valores fundamentales del ordenamiento es solo el conjunto de normas que protegen al firmante del pacto contra sí mismo, porque éste se autoinflige un daño que (muy excepcionalmente, por respeto de la autonomía de la voluntad) la comunidad juzga inicuo e intolerable; pero hay otras pautas de valoración, en las que el Derecho societario, con uno u otro rol, recobra protagonismo. Veámoslas:

·         Daño inicuo a los bienes de las propias partes: Aquí también juega la idea de la influencia de un contrato sobre otro, pero de una forma que, de tan básica, puede pasar desapercibida. Para juzgar la validez de un pacto parasocial, no solo hay que medir cómo “cae” lo pactado en las relaciones internas entre los socios firmantes, sino cómo aterriza ese acuerdo en el lugar donde busca su impacto, esto es, en la casa societaria y en la habitación que ocupa el socio (en su estatus como socio). No significa esto, en efecto, que el pacto parasocial deba respetar al pie de la letra los derechos societarios, porque estos están redactados pensando en lo que dañaría al tercero adquirente de acciones o participaciones; pero tales derechos sí avisan sobre lo que le quita aire al socio, solo hay que leerlos en clave de lo que le asfixia. Verbigracia, un pacto parasocial de lock-up en una SRL puede superar el límite de 5 años que establece el art. 108 LSC, que solo juega para los estatutos sociales; pero el pacto más allá de un período “razonable” es nulo y no solo (como la prohibición de disponer) ad extra, sino también ad intra, precisamente por lo que representa ese encierro dentro de la estructura societaria, atendido también por supuesto el tipo social del que hablemos e incluso el entorno de los estatutos sociales concretos. Obsérvese que esto no cambia el parámetro de validez, que sigue siendo el Derecho obligacional, sino que se trata de un regreso a la escena del Derecho societario as a matter of fact.

 ·         Daño a los bienes de otros socios: De la misma forma que si yo me alío con otro para ocupar una casa ajena, ese pacto es nulo por tener causa ilícita, lo es también el pacto entre dos socios para violar derechos societarios de otros socios o para utilizar los bienes sociales de forma contraria al bien común. En este sentido, el Derecho societario reaparece en escena no ya como el decorado en el que juega el parámetro de validez, sino como el propio parámetro: aquí el pecado no es que los firmantes del pacto se autoasfixien, sino que de facto, al ejecutarlo, limen de cualquier modo el estatus que tienen reconocidos los socios con arreglo a la Ley y los estatutos y, donde no llegan ni la una ni otros, el concepto jurídico indeterminado de interés social. Cuestión distinta es que la ciencia de determinar qué es ese interés, y sobre todo hacerlo ex ante, tiene sus limitaciones, de forma que el concepto muestra una zona de sombra (lo que claramente lo vulnera), otra de luz (lo que lo respeta) y una amplia de penumbra. Pues bien, dentro de la penumbra, en ese rango de “indiferentes jurídicos”, quien tiene la legitimidad para elegir es el socio o socios coaligados que más han invertido en el capital. Nadie discute que esto es así cuando el acto en el que se plasma la política elegida sea competencia de la Junta general. Pero hete aquí que, para muchos autores (señaladamente, como decía, Paz-Ares y Alfaro), las cosas cambian cuando decide el órgano de administración, pues entonces el socio se toparía con el obstáculo de un técnico con derecho a ejercer su propio juicio y al que el socio podría intentar camelar, pero no instruir ni sancionar. En concreto, en este otro artículo Paz-Ares propone que el administrador tiene con su dominus una “obligación natural”, como las que tenían los señores de antes con sus concubinas: si el señor (aquí el administrador) hace el regalo de atender instrucciones, bien hecho está, pero la dama (aquí el dominus) no tendría acción para reclamarlo…

Como nominee director que soy de algunas sociedades, no me veo diciéndole a mi empleador que nuestra relación se ajusta a ese modelo tan deslucido para él… Lo que yo mantengo es que, por supuesto, un pacto puede ser ignorado y un administrador puede desobedecer a su dominus, sin miedo a represalias, cuando la vinculación pincha en el hueso del core del interés social (la zona de sombra). Incluso podemos admitir que, en la zona de progresivo tránsito entre sombra y penumbra, prevalece el juicio del administrador. También que el firmante de un pacto tiene derecho a liberarse de sus grilletes contractuales cuando las circunstancias presentes en el momento de la decisión han cambiado. Pero, a falta de ello, pacta sunt servanda y a los jefes hay que obedecerles, so pena de sanciones.

Para justificarlo, sugiero la analogía de la guinda sin pastel: si un acto se califica por la Ley como expolio, el perjudicado tiene derecho a reivindicar la cosa y exigir reparación (esto es el pastel); además podrá aducir la nulidad por causa ilícita de ese “contrato hecho en daño de tercero” (esto es la guinda); pero lo que no tiene sentido es una guinda sin pastel, esto es, que algo se “pueda hacer”, pero no se pueda “pactar o instruir hacer”. El equivalente societario del pastel sería que los actos hechos por el administrador obedeciendo a su dominus fueran impugnables y/o generaran su responsabilidad, pese a encajar en el interés social. Parece claro que no es así cuando los socios que instruyen no tienen un interés personal en la materia: en este caso lo hecho por el administrador obediente es intangible y no hay nada de lo que responder. ¿Quid si aquel socio o socios tiene un interés personal en la cuestión debatida, pero demuestran que a la postre aquél es compatible con el beneficio social? Habrá en efecto pastel (impugnación y responsabilidad), sin ni siquiera entrar a valorar la bondad sustantiva del acto, si vota el socio mientras nubla sus ojos un interés “egoísta” (190.1 LSC) o vota el administrador cegado por un interés “privado” (228.c LSC), propio o de su socio (cfr. el nuevo 231.1.e LSC), que nada tiene que ver con una visión sobre la política empresarial adecuada. Pero si el interés personal es de este último tipo (yo lo llamo “ideológico-empresarial”), la regla -tanto en la Junta como en el órgano de administración- debe ser la de inversión de la carga de la prueba (a efectos de impugnación del acuerdo y de responsabilidad), no la abstención que frustra el ejercicio por el socio/s mayoritario/s de su legítimo derecho a gobernar la compañía. La LSC sigue básicamente este esquema, para el voto en JG (190.3 LSC). Para el voto del administrador, el art. 231 bis.2 LSC, introducido por la Ley 5/2021, adopta en efecto la solución que propongo (y que por cierto propugnaba también aquí el propio Paz-Ares), pero solo cuando el conflicto es con la sociedad dominante u otra del mismo grupo. ¿Y si el socio dominante es una persona física? ¿Y si el socio no es dominante sino minoritario, mas su interés es análogo al del grupo? Inclinarse por la interpretación a contrario y no la analógica exigiría (cfr. aquí) presumir que el legislador todo lo entiende y todo lo prevé, lo cual sería demasiado indulgente en los tiempos que corren...

De hecho, Paz-Ares admite este esquema de “ir a lo sustantivo”, aunque lo empaña de dos formas. Una es un intento de borrar del mapa el pacto parasocial referido al administrador, merced a aquella invocación del art. 1257 I CC que ya comenté. Pero lo que existe aquí no es una influencia del contrato como negocio (que es el ámbito de aplicación de dicho precepto), sino como hecho. Otra cosa es que sea una influencia muy intensa. Pero, intensa o no, su admisibilidad o no depende de consideraciones de fondo. Sentado lo anterior, yo no tendría inconveniente en que me dijeran: pacten ustedes lo que quieran, pero no lo hagan valer con medios ilícitos. Esto es la segunda arma del profesor. Viene a decir: si un socio o socios quieren imponer una política de gestión por el órgano de administración, que lo hagan con luz y taquígrafos a través de la Junta ex art. 161 LSC. El problema es que ese concreto requisito no está en la Ley (la cual permite las instrucciones vía Junta, pero no las prohíbe fuera de ella), ni debería estarlo, porque la Junta como órgano asambleario y de reunión esporádica no es apta para esta tarea. (Aparte de que no sé cómo resuelve este criterio el derecho del minoritario a hacer valer su criterio cuando el juego de las mayorías aplicables en el Consejo le permita ejercer un veto.)  El verdadero “cauce procedimental oficial” para que los socios influyan en la gestión es el que cabía esperar: consiste en pagar el coste pertinente (en forma de precio del capital y en su caso de indemnizaciones a los administradores a sustituir) para así ganar el poder político con el que hacer prosperar la política de gestión que juzga uno más eficiente. Sobre esto sugiero en el artículo, con cita de doctrina anglosajona, otra amena analogía entre el administrador y una prima donna, a la que pagando más traemos a nuestro teatro, tema este que resuelvo mediante una liability rule y no una property rule, siempre que se haya prefijado (como sucede en nuestro caso y no por casualidad) una carta de libertad o precio tasado.

·         Daños a los bienes de acreedores y otros stakeholders: Forma parte del estatuto civil de todo deudor el no jugar con su patrimonio haciendo trampas, ya sea en términos de salidas o entrada, lo que se combate mediante las acciones pauliana y subrogatoria, respectivamente. La peculiaridad de la sociedad de capital reside en que responde de forma limitada a sus bienes, lo que justifica que el estatuto de una sociedad como deudora sea más exigente, ya que se prohíben actos dañinos para el patrimonio social, en la medida en que frustren los derechos de terceros. Derechos que son ciertamente societarios y se protegen con remedios también societarios. Por ejemplo, si en una joint venture mutualista los socios deciden operar a pérdida, los acreedores podrán ejercer acciones de impugnación de acuerdos y de responsabilidad. Y si deciden actuar a beneficio cero, de forma que se recortan los ingresos sociales en beneficio de socios que no tributan en el país, será Hacienda quien podrá reaccionar, con base en instrumentos que no están en la LSC, pero no dejan de ser (a la postre) “societarios”. En ambos casos, como guinda, del pacto se podrán desligar sus partes y de las instrucciones separarse los administradores, aduciendo que estas vinculaciones contradicen, en un sentido amplio, el Derecho societario.

·         Daño a los bienes de la propia sociedad: Aquí hay que distinguir entre el interés de ésta como organización burocrática y su interés material como trasunto de los socios. Respecto del burocrático, si hablamos de cesión de derechos económicos, la referencia civil es la cesión de créditos. A este respecto, señalo que el mutatis mutandi debe tener en cuenta que la Ley parece querer hacerle a la sociedad la vida más sencilla que a un deudor ordinario, ahorrándole la carga de relacionarse con terceros cuando la cesión es anticipada (salvo en el caso de usufructo de acciones o participaciones), si bien pongo de manifiesto que esto no guarda relación con el 1257 CC, como prueba el hecho de que en otros ordenamientos la regla es diversa. Creo que esto es una better explanation que decir que solo el derecho de crédito presente es transmisible porque aquí el socio actúa como “tercero frente a la sociedad”, lo cual tiene consecuencias prácticas que detallo en el artículo. En cuanto al interés material, es obvio que la sociedad, por mucho que estampe su firma en el pacto parasocial, no puede aceptar el fettering of its statutory powers, convirtiendo un pacto no ominilateral en estatuto social de facto, sin cumplir los requisitos procedimentales y sustantivos establecidos al efecto, y dañando de este modo los derechos de los socios no firmantes.

La eficacia societaria de los pactos parasociales omnilaterales

Este es el tema final del artículo y fluye un poco como consecuencia d elos razonamientos anteriores. Sobre esto sí coincido básicamente con la opinión de Paz-Ares (vid. aquí), aunque también es verdad que el paradigma que propongo fortalece y amplía el alcance de la solución.

Se trata de afirmar que un pacto “parasocial” de todos los socios (omnilateral) puede ser protegido, cuando se infringe, mediante remedios “societarios”, como pueda ser la impugnación del acuerdo social en el que se plasma la infracción o incluso (a esto, sin embargo, no llega Paz-Ares) la mismísima disolución total o parcial (separación o exclusión de un socio) de la sociedad. Ello en discrepancia con nuestro TS, quien puede haber aceptado ese enforcement societario en casos concretos, pero rechaza que esta solución valga por sistema, con el argumento de que esto sería dar a lo “parasocial”, por muy omnilateral que sea, la tan temida eficacia “societaria” o erga societatem, con supuesta violación del 1257 I CC. Y ello también en discrepancia con otro sector doctrinal (vid. aquí in fine), que razona así:  podemos conceder dicho enforcement al pacto de todos los socios, pero entonces este a menudo “morirá de éxito”, ya que se convierte en un estatuto social de facto y debe, por ende, respetar las normas aplicables a los estatutos sociales, ¡lo que puede desembocar en su nulidad!

Frente a ello, Paz-Ares explica muy bien que no tiene sentido poner como obstáculo el art. 1257 CC, si se cumplen dos condiciones. En lo subjetivo, la lista de firmantes del pacto parasocial se superpone exactamente con la lista de socios, de modo que no se puede decir que (en términos materiales) la sociedad sea un tercero. En lo objetivo, mediante el enforcement societario no estamos haciendo nada que no se pueda conseguir instando el cumplimiento del contrato mediante mecanismos obligacionales, pues en verdad la LEC y los tribunales admiten el cumplimiento directo (el Juez puede sustituir el voto del contratante rebelde) y la acción de remoción (ordenar que se dicte un nuevo acuerdo que deshaga lo hecho por el infractor), mas lo primero suele llegar tarde y lo segundo representaría para la parte in bonis un calvario innecesario. En cuanto al argumento de que así transformamos el pacto en estatuto social y deberíamos atenernos a sus límites, Paz-Ares también lo destruye mediante una analogía con la letra de cambio: eso será si en efecto el pacto “circula” de modo abstracto, pero cuando la controversia se plantea entre las partes de y por causas que ampara la relación subyacente, se aplica ésta.

Y es que, en efecto, sucede que, en una sociedad donde todos los socios firman un pacto parasocial, conviven una estructura actual y otra potencial, ambas societarias. La estructura actual es la que representa el pacto, la potencial es la que se plasma en los estatutos sociales que se inscriben en el Registro Mercantil y están ahí “de guardia” o en stand-by, por si en algún momento entrara en el capital un nuevo socio que no suscribiera dicho pacto. Ahora bien, mientras esto no suceda, el único estatuto social es el que representa este último, el cual debe ser aplicado para la resolución de cualquier controversia entre sus firmantes. Si en un arrendamiento de local, se prohíbe el uso para hostelería y el arrendatario pone un bar, el arrendador dispondrá de una acción de cumplimiento específico para detener la actividad prohibida; si en un contrato entre todos los socios, se estipula que la sociedad puede vender patatas pero no tomates, el acuerdo social que amplía indebidamente el objeto social será impugnable. En el arrendamiento no dejamos de aplicar aquel remedio solo porque, si la cosa hubiera sido vendida al arrendatario, la imposición de una limitación del dominio chocaría con el régimen más rígido, menos configurable, de la propiedad; en el contrato social no dejamos de anular el acuerdo, por el motivo que establece el pacto, solo porque si hubiera entrado un tercero en el capital la impugnación debería incardinarse en las causas legales y estatutarias de impugnación.

Lo que no entendía, sin embargo, es por qué no acepta Paz-Ares como modo de enforcement societario la disolución total o parcial. He dado en pensar que a la postre él compara la estructura del pacto parasocial con la societaria. Para mí esto no tiene sentido desde el momento en que aceptamos que, en tanto se mantenga la omnilateralidad, el auténtico estatuto social y el único que rige es el pacto omnilateral. La comparación debe entonces hacerse entre ese estatuto y los contratos ordinarios, o sea, los de intercambio de prestaciones. A estos efectos, el primer paso es comprobar si hay una regla o clave que permita  traducir todos los elementos de una estructura para hallar sus equivalentes en la otra. Esta regla existe y es clara: aquí las partes no se intercambian bienes y se olvidan uno del otro, sino que continúan ligados en la búsqueda de un interés común, para cuya definición se establecen unos órganos colectivos de decisión; quiere esto decir que el traductor es: “allá donde vea usted un compromiso de intercambio (o la regla que mide su validez o la que sanciona su infracción), lea usted uno relativo a cómo se da uso a ese patrimonio común y con arreglo a qué directrices formales y materiales funcionan los órganos que lo deciden (o aplique un parámetro de validez que sea coherente con ese objeto)”. 

Naturalmente, ayuda el hecho de que nosotros hayamos aceptado previamente que el pacto parasocial no está exento de todo juicio de validez societario. Este pacto solo se escapa de cumplir las normas cuyo sentido es la protección -en aras de la seguridad del tráfico- de hipotéticos socios terceros, que aquí no existen. Pero, comoquiera que el pacto sí puede proyectar su sombra fáctica sobre el andamiaje societario, le hemos exigido que no estreche sus paredes asfixiando al socio; de igual modo, le hemos pedido que no lime un ápice los derechos, asimismo societarios, de acreedores y otros stakeholders. Garantizado así que el pacto merece todos los parabienes del Derecho societario, resulta más sencillo detectar cuáles son los incumplimientos societarios y aplicar asimismo los remedios societarios

Así las cosas, no veo motivo alguno para dejar fuera, huérfano de correspondencia en el ámbito societario, el remedio de resolución, que aquí (una vez aplicada la regla de tránsito) se traduce en poner punto final a la colaboración, ya sea para todos (disolución) o para la parte in bonis (separación) o para la parte in malis (exclusión). 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

La lata de la autorización de la Junta general para enajenar activos esenciales


Intentaré a partir de ahora compartir experiencias profesionales, con más frecuencia y concisión. 

En esta ocasión se trata de cómo evitar que el art. 160.f LSC le arruine a uno una operación... y unas cuantos problemas más. 

Queríamos comprar un Grupo de sociedades, a través de su matriz, con la circunstancia de que una filial (en realidad subfilial) era alemana. Mi propio Grupo está interesado en que la sociedad alemana cuelgue de nuestro holding en Alemania, para que consolide fiscalmente allí. Hete aquí que en ese país la compraventa de una sociedad, ya se haga directa o indirectamente, genera un  un impuesto que toma como base el valor real de su activo inmobiliario. Por tanto, si se compra la matriz y con ello indirectamente la alemana, se devenga el impuesto, y si luego se cambia de sitio a la filial, se vuelve a devengar. La solución sería comprar 1º la sociedad alemana y luego su antigua matriz. 

Como la alemana es una GmBH (equivalente de la SRL), la transmisión requiere escritura pública, según su ley. Pregunto si les vale escritura en España y, creo que sin pensarlo mucho, me responden que no. No hay problema: que firme alguien en Alemania sin poder del vendedor y ratificamos mediante escritura en España, en el marco del Closing.

Pero aparece una gran dificultad: los actuales administradores de la filial propietaria de la subfilial alemana no quieren acordar la operación con carácter previo (antes de la venta de la matriz), porque les suena a fraude, por mucho que explico que es una mera "economía de opción". Solución: que me nombren a mi administrador de esa compañía propietaria y yo hago la operación bajo mi responsabilidad.

Entonces es el Notario alemán el que se enroca también con lo del fraude. Vuelvo a insistir en lo de la economía de opción, a lo que se muestra refractario. Lo acabo resolviendo alegando que supongo que en Alemania (como resulta ser verdad) si la Hacienda apreciara fraude de ley, aplicaría la tributación eludida, pero no habría sanción, por lo que no se pierde nada intentando esta alternativa. 

(Por cierto, en España, desde la reforma del 15.2 de la LGT sí puede haber infracción y sanción si la construcción resulta contraria al criterio administrativo prevalente y publicado, lo cual no deja de ser llamativo: una cosa es que, en la difícil tarea de distinguir entre elusión y ahorro fiscal, la Administración diga lo que diga y tenga uno que combatirlo judicialmente, y otra es que ese más o menos airoso criterio, normalmente menos, se convierta por remisión de la Ley en voluntad legal...)

Nueva dificultad: las participaciones de la alemana están pignoradas a favor de los vendedores, que son un conjunto de bancos, a la vez acreedores del Grupo. Contesto que eso no es óbice para la circulación de las participaciones, máxime si lo acompañamos con una declaración del vendedor anunciando que la prenda se cancelará a continuación, como en efecto sucederá, y en todo caso haciéndose cargo de las consecuencias, si no fuera así. Pero entonces se descubre que los acreedores pignoraticios habían introducido en el contrato de prenda una cláusula que, absurdamente (no añade nada a su interés), prohíbe a venta de las participaciones pignoradas sin su consentimiento. Contesto que eso es una prohibición de disponer que solo tiene efecto obligacional (indemnizatorio, si hay daño), pero no impide la venta. Como me ponen los alemanes muy mala cara, acabo citando el art. del BGB (su Código Civil) donde dice eso mismo, pues por casualidad había sabido de ese precepto por otro tema que estaba estudiando. Con ello, claro, les convenzo, aunque no evito una admonición severa en la escritura sobre la responsabilidad personal que conlleva vender sin consentimiento del acreedor pignoraticio. Como sé que la prenda se cancelará acto seguido y que además no hay daño alguno, contesto que me da igual. 

Entonces viene la casi puntilla de mis intenciones. En teoría la sociedad alemana es activo esencial de la vendedora española, por lo que se requiere acuerdo de su Junta general conforme al art. 160.f) LSC. De hecho, no es que su valor supere el 25% del activo (lo que genera presunción de esencialidad), es que es su único activo... Y no puedo conseguir ese acuerdo de Junta, porque me lo niegan los Consejeros de la matriz, que son los que tendrían que nombrar a un apoderado para acudir a esa Junta de su filial vendedora.

El notario español amablemente ofrece hacer constar en la escritura de ratificación que queda pendiente ese acto de Junta general, el cual podrá adoptarse cuando ya seamos propietarios de la matriz y cambiemos a sus administradores. Me niego rotundamente, porque si el Fisco alemán ve que la escritura tiene una cierta "pendencia", puede interpretar que la operación previa no es tal, sino que solo surte efectos (no retroactivos) tras la compra de la matriz, dando lugar a una doble tributación...

Solución: yo como administrador de la vendedora declaro que el activo de marras (las participaciones de la sociedad alemana) no son activo esencial y sanseacabó, porque según la RDGRN (la sigo llamando así, pues es un rollo lo de la Seguridad Jurídica y no sé qué más) de fecha 8.7.2015, si concurre tal declaración, el notario no debe dejar de autorizar la escritura, sin perjuicio de la responsabilidad del administrador si no fuera cierto lo que afirma. Luego, una vez adquirida la matriz, celebro Junta general de la vendedora, donde se da por enterada y conforme con la operación a efectos del 160.f LSC, para que quede claro que no incurro en responsabilidad. Me dice el Notario "y seguimos sin saber si era activo esencial...". "Ni falta que hace...", sonrío.

En puridad ni siquiera era necesaria tal declaración, pues -como reconoce aquella Resolución de la DG- rige el 234.2 LSC, con arreglo al cual lo hecho por el administrador incluso fuera del objeto social es inatacable para el tercero de buena fe. Pero como aquí, por definición, el comprador conoce la situación (no hay buena fe), no entro en esa guerra y hago la declaración, bajo mi responsabilidad.

Madre mía, que lío para ahorrar a la empresa los 120 mil euros del impuesto alemán. En realidad, nadie lo pedía ni a nadie le interesaba, pero es que uno tiene su vergüenza torera...



viernes, 26 de febrero de 2021

Reacción tardía ante leyes ilegítimas: entre Sísifo y Tiresias

Como otras veces, utilizo un post del magistrado J.R. Chaves como trampolín para un comentario.

El tema es el de la reacción tardía frente a leyes que posteriormente son declaradas inconstitucionales o contrarias al Derecho de la Unión Europea.

A menudo ante una norma que parece ilegítima muchos sufren el correspondiente acto administrativo de aplicación de la misma (un impuesto u otra exacción, la pérdida o el no reconocimiento de un derecho...), pero no lo recurren dentro de los plazos de caducidad legales y dan lugar al correspondiente acto administrativo firme y consentido (o, cuando menos, si hablamos de un tributo autoliquidable, dejan pasar el plazo de solicitud de devolución de ingresos indebidos). Entonces, como dice el Magistrado, "alguno más valiente, en idéntica situación y con un abogado guerrero, recurre y llega a las puertas del Tribunal de Justicia europeo, que le da finalmente la razón" y "es entonces cuando los pacíficos, quienes habían sufrido en silencio el acto administrativo, solicitan a la administración subirse al carro del vencedor y poder disfrutar del mismo trato".

En el caso que comenta J.R. Chaves, el objeto de la petición es el reconocimiento de una situación jurídica, en particular un funcionario interino reclama se le declare el derecho a un complemento retributivo que sí se pagaba a los funcionarios de carrera.

Aquí la STS que resuelve el caso  (1-2-2021) es, con el administrado que "se quiere subir al carro", generosa en lo sustantivo, pero cicatera en lo procesal. En lo sustantivo, reconoce que el acto administrativo debe ser declarado nulo, con efectos ex tunc (desde la fecha en que se dictó), "sin perjuicio de los límites derivados del plazo de prescripción de las obligaciones de la Hacienda Pública". En lo procesal, sin embargo, corrige al TSJ (que había estimado directamente la pretensión por aplicación del "efecto útil" del Derecho de la UE), entiende que el cauce procedimental correcto era una solicitud de revisión de oficio y obliga al administrador a presentarla. El particular deberá de esta forma volver, como Sísifo, al punto de partida para subir la pesada piedra de su reclamación, si fuera necesario llegando de nuevo hasta la cima del TS. Todo ello pese a que el propio Tribunal admite que, en la cuestión de fondo, no hay problema:  es indiscutible la bondad de su reclamación.

En otro caso cercano lo que se debate es la responsabilidad patrimonial de la Administración. Lo resuelve la STS de 22-10-2020, que amablemente me proporciona Garrigues. Aquí la dificultad añadida es si es aplicable el requisito de los apartados 4 y 5 del art. 32 de la LRJSP, que (unificados) dicen lo siguiente: que «el particular haya obtenido, en cualquier instancia, sentencia firme desestimatoria de un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, siempre que se hubiera alegado la inconstitucionalidad o la infracción del Derecho de la Unión Europea posteriormente declarada». 

De nuevo el TS da en este caso una de cal y otra de arena. La de cal es que reconoce que el particular que reacciona tarde puede hacerlo mediante una solicitud de revisión de oficio. La de arena es que el Tribunal no se atreve a contradecir la literalidad de la LRJSP y manifiesta que "el procedimiento de revisión de oficio ha de instarse antes de la declaración de inconstitucionalidad de la norma".  

En definitiva, al mantener esta exigencia, el TS no es que nos obligue como en el caso anterior a iniciar el camino una y otra vez, como le sucedió a Sísifo, sino que nos impediría iniciarlo cuando uno llega tarde, pidiéndonos de esta forma tener, como Tiresias, dotes de adivino para haber podido vaticinar que la norma iba a ser finalmente declarada ilegítima. (Vale la pena leer la entrada relativa a Tiresias de Wikipedia. No soy tan erudito como para conocer quién era, simplemente he googleado «adivino» y «mitología»... Por cierto, si lo consultan verán que Tiresias era transgénero de ida y vuelta, como prueba evidente de que en efecto era adivino…). 

Lo curioso de todo esto es que el requisito de la adivinación se exige para reclamaciones de responsabilidad patrimonial, pero no -como vimos al principio- para situaciones que vienen a ser el equivalente administrativo de las acciones civiles de cumplimiento específico. Lo cual no deja de ser una prueba de lo irrazonable de dicho requisito: el hecho de que no juegue por igual para dos acciones que tienen el mismo objetivo y que se diferencian únicamente en que una opera cuando todavía cabe el cumplimiento in natura y la otra solo si ya únicamente cabe el cumplimiento por equivalente. 

Habrá que esperar a ver qué sucede finalmente con esta exigencia del 32.4 y 5 LRJSP, pues al parecer ha sido denunciada por la Comisión Europea ante el TJUE, precisamente por oposición al principio de efecto útil del Derecho de la UE. 

PS: Sobre el tema, véase el excelente trabajo de Isaac Ibáñez García

jueves, 1 de octubre de 2020

Átame: arrendamiento de de locales de negocio y cierre por coronavirus



Ahora que la segunda ola del coronavirus arrecia y los cierres imperativos de locales de negocio vuelven a ser una amenaza real, no está de más retomar la polémica (interesantísima) sobre cuál es el impacto de dichas medidas sobre los contratos de arrendamiento de locales de negocio. La materia mereció la atención del legislador, quien mediante el RDL 15/2020 vino a establecer lo siguiente: a ciertos arrendatarios vulnerables (PYMES y autónomos que cumplieran determinadas condiciones) les concedió un beneficio (moratoria en los pagos, por determinado plazo), siendo obligada su aceptación para arrendadores cualificados (grandes tenedores), mientras que para los no cualificados la cosa no quedaba tan clara (aunque lo razonable parecía sostener que debían aceptarla, quedando el plazo en el aire). Todo ello “en línea” -según declaraba la Exposición de Motivos- con la cláusula rebus sic stantibus. Ello ha generado un debate entre civilistas, que pueden seguir en estos sitios: aquí, aquí, aquí o aquí; también aquí por la parte procesal.

Mi intención es hacer algo de brainstorming al respecto, no pretendo sentar cátedra llegando después de plumas tan ilustres (dos de ellas de maestros míos, muy admirados…). Advierto también de que organizo la exposición en torno a unos modelos ideales, que no pretenden reflejar la posición de ningún autor, aunque utilicen retazos de sus textos. Los modelos son tres:

1) El riesgo es del arrendador y el RDL es una tontería.

El arrendador tiene el deber de facilitar el goce pacífico de la cosa ex art. 1544.3 del Código Civil (“CC”). Por tanto, es él quien incumple su obligación a raíz del cierre imperativo. Un ejemplo clásico lo ilustraría: alquilé un cuarto a un pulidor de lentes; el vecino, que puede hacerlo, levanta una pared que impide el paso del sol y el pulidor ya no puede trabajar. Solución: no tengo que indemnizar al arrendatario (no es mi culpa), pero tampoco puedo reclamar la renta, pues el inquilino (como corresponde en un contrato sinalagmático) me opondrá la excepción de contrato incumplido (amén de que, si la contingencia se prolonga excesivamente, podrá resolver el contrato). Lo que quizá lleva a algunos a, equivocadamente, sostener lo contrario es imaginar que el propietario, al entregar el local, ha transferido al arrendatario el riesgo de que aparezcan circunstancias impeditivas del cumplimiento. Eso sería así en una compraventa (ex art. 1452 del Código), pero no en un contrato de tracto sucesivo como el arrendamiento, donde nunca pasa al arrendatario el riesgo citado. Por todo ello, el RDL 15/2020 es absurdo: carece de sentido suavizar, con relativa cicatería, una obligación del arrendatario (la de pagar la renta) que no existe.

Objeciones: El arrendador deja de prestar su obligación si le sucede al local algo que impide cualquier uso. Verbigracia: un terremoto o una orden de la autoridad de efectuar obras que la hacen temporalmente inhabitable (art. 26 de la LAU, en conexión con el 30). Pero no necesariamente (en una recta interpretación del 1544.3 del CC) porque surja un impedimento para la concreta actividad elegida por el arrendatario.

Para comprenderlo, hay que situar el tema en el contexto técnico adecuado, que es el de la causa del contrato. Recordemos que el porqué del contrato es relevante al nivel abstracto (aquí lo sitúa en la categoría de los onerosos y en particular los de cesión de uso por precio…), pero el móvil concreto (quiero poner un bar o una tienda de flores) no tiene consecuencias jurídicas, salvo si es ilícito (en cuyo caso anula el contrato) o cuando las partes lo incorporan a la “causa” o, como también se dice, lo reputan “base del negocio”, con su voluntad expresa o tácita. Pero miento, hay otra opción: que la Ley presuma (como norma dispositiva) que eso es lo que harían unos contratantes normales, que  toman decisiones económicamente racionales. Tal cosa es lo que probablemente sucede en el caso antes mencionado del pulidor: la excelente iluminación natural del local formaría parte de “la causa concreta del contrato”. Ahora bien, no hay por qué presumir que ello ocurre automáticamente, siempre que el arrendador conozca el uso proyectado.

Es más, añadiría: la misma duda existe en sede de compraventa. El tema se ha planteado también en el contexto de la pandemia, cuando la orden de cierre de locales se verifica entre el contrato privado y la traditio, frustrando al menos a medio plazo las expectativas de uso de los compradores. Ahí no cabe duda de que el riesgo de pérdida es del dueño, pero la cuestión es si en verdad existe pérdida. Para mí no hay inconveniente en concluir que sí, aunque la causa sea jurídica y no física. Mas el eterno debate es si la frustración de uno o varios usos extrae del bien todo su jugo económico o al menos una parte esencial. Los comentaristas anglosajones invocan, para dilucidarlo, la idea de preservation of the bargain. Completamente de acuerdo, pero el vendedor bien puede aducir que él no cobraba una prima por asegurar un deal a prueba de virus.

Más aún: supongamos que así ha sido. Yo me comprometo a entregar un bar con todos los parabienes para su uso como discoteca. Si antes de firmar la escritura pública llega la orden de cierre, me conformo con perder la venta. Pero si ahora me dicen que soy arrendador y debo garantizar ese uso a lo largo de la vida del contrato, ya tuerzo el gesto, por la sencilla razón de que la garantía es duradera y, por ende, más costosa. Así pues, el hecho de que el contrato sea de tracto sucesivo no me anima a conservar el riesgo; antes bien, me induce a transferirlo. Por lo pronto, si ese riesgo, por fortuito que sea, pertenece a la esfera del negocio, debe presumirse que se transfiere al arrendatario cuando este toma el control que podría prevenirlo; y si es extraordinario, el debate sigue abierto…

2) El riesgo es del arrendatario, aunque el RDL lo modera.

Supongamos que lo resolvemos y asignamos entonces el riesgo al arrendatario, que seguiría obligado a pagar el 100% de la renta. Aun así, según este modelo, no todo está perdido para el inquilino: si el susodicho deber deviene muy oneroso e insostenible, ello puede justificar la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, para promover medidas paliativas. El RDL le da algo de árnica al inquilino, en esta línea. No hay que descartar que el herido pueda solicitar y obtener más medicinas de los tribunales, pero la verdad es que el RDL se lo dificulta: cuando a los arrendatarios pobres, en su contienda con los ricos, la Ley les reconoce tan poco, ¿habría que ser más clemente en los demás casos?

Objeciones: La cláusula rebus solo opera, según la jurisprudencia, cuando no existe una asignación de riesgos por voluntad de las partes, expresa, tácita o presunta. No está para echar un cable al que se ha visto perjudicado por la distribución de riesgos establecida en el contrato, sino solo para especificar en qué se traduce, en concreto, la materialización de un riesgo conjunto. Por tanto, atribuir el riesgo al arrendatario equivale a dejarle sin remedio.

En cualquier caso, la posición 2) defiende con muy poco ánimo que la rebus pueda dar mucho más de lo que ya ha ofrecido el legislador, con su interpretación “autorizada”. Y esto rechina. Si de verdad la reclamación del arrendatario es sólida, porque se asienta en la naturaleza conjunta del riesgo, entonces el legislador no está autorizado para quitarle un euro de lo que le pertenece. Entonces no solo podemos, sino que debemos (por respeto al derecho de propiedad) asumir que el RDL solo admite una interpretación constitucionalmente legítima: es una norma de mínimos, que solo trata de asegurar al arrendatario “algo” de lo que es suyo por aplicación de la normativa civil, con la esperanza de que esto sirva para abortar tormentas de demandas, indeseables porque colapsan los tribunales y generan soluciones contradictorias. Mas en ningún modo puede coartar que los Tribunales concedan a alguien lo que es suyo, porque así lo pactó.

3) El riesgo es compartido y el RDL se limita a caminar en esa dirección, sin recorrer más que una parte del camino.

Para justificar lo anterior, caben dos vías:

3.1) Apliquemos el art. 1575 del Código Civil, referido al arrendamiento de predio agrícola.

Este precepto dispone que el arrendatario tiene derecho a rebaja de la renta por “pérdida de frutos” ante casos fortuitos extraordinarios, entendiendo por tales “aquellos que los contratantes no hayan podido racionalmente prever”, por ser absolutamente desacostumbrados (sin duda la pandemia puede ser uno de ellos). La norma distribuye, pues, los riesgos del contrato atendiendo a quién tiene el control sobre los mismos: si por ser previsibles están en la esfera del arrendatario, se los impone a éste; pero si son imprevisibles, los atribuye a ambas partes, dejando al Juez (en lo que es a la vez aplicación de la rebus) la determinación del detalle del reparto, atendidas las singularidades del caso.

Objeciones: La solución anterior es justa, pero el fundamento no es exacto. Tal y como se viene aplicando por la jurisprudencia, la rebaja de la renta que ofrece el 1575 del CC es del 25% si se pierde el 25% de la cosecha… ¡y, por ende, del 100% si se pierde el 100%! Ciertamente, la propuesta parece salomónica, porque el arrendador pierde la renta, mientras que el colono derrocha su trabajo y sus desembolsos. Pero es que partimos de una situación de fuerza mayor, que no es culpa de nadie, así que estaría bueno que encima cargáramos al arrendador con la pérdida de beneficio de su inquilino. Eso ni se plantea. Lo que se discute, en un esquema de reparto de riesgos fortuitos, es si hay alguien que se desprende de lo suyo (porque lo pierde o lo paga), sin recibir nada a cambio. Y la norma contesta que ese alguien es el arrendador, lo que equivale a atribuirle el riesgo de la contingencia extraordinaria. La solución del caso es, por tanto, la misma que da la posición 1), siquiera limitada a los riesgos desacostumbrados.

3.2) Ahora bien, hay otro fundamento que de verdad convierte el riesgo en compartido, lo que significaría que, ante una reducción de la facturación a 0, el arrendatario paga un X% de la renta. La idea es aplicar la ratio legis del 1575 del CC, pero mutatis mutandi. El arrendador de un campo se encuentra ante la tesitura de cultivarlo personalmente (y entonces nadie le libra de perder ingresos ante calamidades imprevisibles) o arrendarlo a un colono (en cuyo caso tendrá también que dejar de cobrar si sucede ese desastre). De ahí que el 1575 le asigne el riesgo. En cambio, el dueño de un local de negocio tiene otras alternativas. De ahí que no quepa asignarle el riesgo en su totalidad. Ahora bien, cuando uno se libra de algo por un motivo, ese algo modula en qué medida se libra. Al fin y al cabo, cuando el arrendador acepta un uso determinado para el local, también se “casa” con el mismo y se ata a su salud, de la que depende el sustento económico de la relación. Si a pesar de todo quiere el divorcio porque tiene otros novios, habrá que investigar en qué medida es cierto: en plena crisis económica, ¿le lloverían esos usos alternativos, en breve plazo o solo después de un largo período de ociosidad y eso por renta mejor o peor? Ese coste de oportunidad tira hacia arriba de la renta que debería seguir pagando el arrendatario. A la inversa, el coste de terminación (por ejemplo, ¿deberá abonar al arrendatario las inversiones no amortizadas?) tira hacia abajo. Con este tira y afloja, debería encontrarse un punto justo de rebaja que permita la continuidad del contrato y de la actividad, en lo que también existe un interés social.

Epílogo: quería hacer una versión corta del post, para Hay Derecho, y otra larga, que pondría aquí, pero al final la "corta" ha quedado bastante expresiva, así que la he puesto en este Blog tal cual, aunque haré algunas reflexiones adicionales.

Esto de la causa del contrato en buena medida se confunde con el objeto. Lo cual no debería extrañarnos, pues pasa con los conceptos de todas las ciencias, pero sobre todo en la jurídica. Los conceptos son instrumentos prácticos, que inventamos para resolver problemas. Por este motivo, el fin, el objetivo con el que los creamos sirve como criterio para meter las cosas en el saco de un concepto o del otro. De este modo, por ejemplo, si vemos que el fin que persigue el arendatario es utilizar una finca para una explotación agrícola y que eso merece un tratamiento jurídico distinto, entonces decimos que el objeto del contrato es un arrendamiento de fundo agrícola (no digo "rústico" porque este es otro concepto, que saca el contrato del CC y lo lleva a la LAR, por concurrir notas especiales), esto es, lo elevamos al rango de causa del contrato y lo individualizamos como un "tipo contractual" separado. 

Dos apuntes de otras disciplinas jurídicas: 

En Derecho de sociedades, dentro de la causa societatis, se distingue entre la que anima a constituir sociedades personalistas y la que empuja a fundar sociedades de capital; en función de ello se construyen los "tipos societarios", que son como subtipos del contrato social. Básicamente podríamos decir que la causa societatis de una colectiva, verbigracia, es perseguir un fin común, pero con un plus, que es la confianza que  nos merecen los socios, el intuitu personae; mientras que en la capitalista ese plus de motivación gira en torno a la aportación económica de cada partícipe. Ello lleva aparejado la construcción de tipos sociales (uno de gobernanza más informal, otro donde ésta se deja en manos de una estructura coprorativa; uno con responsabilidad limitada y otro sin ella). Y estos tipos se distinguen ¿por la causa o por el objeto? Lo mismo me da que me da lo mismo, pues cuando el objeto lo juzgamos suficientemente relevante como para determinar el régimen jurídico, lo subimos a la causa. Esto no quiere decir que el objeto desaparezca como elemento del contrato: la actividad específica a desplegar por la sociedad, sobre la que tambien recae el consentimiento de los socios, permanece bajo la rúbrica de "objeto social", si bien no determina un cambio de reglas, no da pie al nacimiento de un nuevo tipo social (no hay una Ley de Sociedades para las gestorías y otra para las empresas de telefonía)... ¡salvo que así sea, en cuyo caso reaparecen los tipos sociales "modulados", para bancos, compañías de seguros, etc...!

En Derecho Administrativo, se habla de distintos tipos de actuación formal de la Administración: disposiciones, actos y contratos. Se podría discutir si se distinguen por el objeto o por la causa, pero lo importante es que esos "tipos" actúan como depositarios de un régimen jurídico: sabemos que si abrimos esa caja, las consecuencias jurídicas serán esas. Pero ahí hay que lamentar que la clasificación se haga a menudo poniendo el carro delante de los bueyes: intentando dilucidar qué es cada cosa, sin mencionar qúe consecuencias jurídicas tiene esa elección y qué fines prácticos se persiguen. En realidad, carro y bueyes tienen una relación dialéctica: porque tengo unos bueyes fuertes, me vale cualquier carro pesado; si debo tirar de un carro pesado, elijo cualquier animal poderoso.

Me he ido por las ramas, pero vuelvo. En nuestro caso, porque el fundo agrícola solo admite un uso (virtualmente), hemos casi establecido un tipo específico en atención a esta nota; en cambio, no hablamos de un arrendamiento de hoteles, otro de fruterías y otro de tiendas de flores, porque todos estos tienen la misma nota y merecen el mismo régimen, el de arrendamiento de locales de negocio. En el primer caso (el agrícola), el régimen es que el arrendador corre el riesgo de los desastres que hagan inviable la explotación. Para el segundo, creo que hay cierto acuerdo en que antes estos desastres (por ejemplo, la pandemia unida a la decisión administrativa de cierre) es compartido. Y para determinar el fundamento y la medida de esa división del coste, yo he hablado de tomar como referenca el escenario de una terminación del contrato que también sería cara para el arrendador. A veces tengo dudas de si habría que abrir la caja de pandora de cualesquiera factores que influyan en "la economía del contrato", como sea el importe de la renta, el margen que puede dar y ha dado o dará el negocio... Lo dejo para otro comentario, que haré al hilo de otras cosas que es me están ocurriendo sobre situaciones similares.

Otro tema: ¿sería aplicable este razonamiento a casos de pérdida radical de facturación, no ya por cierre imperativo sino por efecto reflejo de este tipo de medidas, ya sea inmediato (ej: agencias de viajes, cuando se prohíben los cruces de frontera) o mediato (depresión económica)?

Supongo que sí, aunque a medida que nos alejamos de cosas que afectan al "objeto", será más difícil que el problema salte a la causa... Ahí todavía cabrá una apelación a la rebus, que al fin y al cabo es aplicación de la misma idea (la causa del contrato se tambalea de forma sobrevenida), pero habrá más dificultad para justificar que es así, tanto en el "si" como en el "cuánto".